En vez de gratitud… traición: La historia de Mariana, quien lo dio todo por su familia

—¿Así me pagas, Lucía? ¿Después de todo lo que hice por ti?— grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas. El eco de mi reclamo rebotó en las paredes vacías de la casa que ya no era mía. Mi hija, la niña que acuné entre mis brazos y por quien renuncié a mis sueños, me miraba con una mezcla de vergüenza y rabia.

Nunca imaginé que llegaría este día. Me llamo Mariana González y nací en un pequeño pueblo de Jalisco, donde la vida era sencilla pero dura. Desde niña aprendí que el sacrificio era parte del amor. Mi madre, doña Teresa, siempre decía: “Una madre se olvida de sí misma por sus hijos”. Y yo lo creí. Lo viví.

A los diecinueve años me casé con Ernesto, un hombre trabajador pero de carácter fuerte. Pronto llegaron Lucía y después Emiliano. Dejé mis estudios de enfermería porque Ernesto decía que una madre debía estar en casa. No protesté. Pensé que mi lugar era ese: cuidar, servir, amar.

Los años pasaron entre pañales, tareas escolares y ollas hirviendo en la estufa. Ernesto trabajaba largas jornadas en la construcción, y yo hacía milagros con el poco dinero que traía a casa. Nunca me quejé. Cuando Lucía enfermó de neumonía y pasé noches enteras velando su fiebre, sentí que mi amor era suficiente para protegerlos a todos.

Pero el tiempo es cruel con las mujeres como yo. Un día, Ernesto dejó de mirarme como antes. Llegaba tarde, olía a perfume barato y respondía con monosílabos. Yo fingía no darme cuenta. “Por los niños”, me repetía mientras lavaba su ropa manchada de carmín ajeno.

Cuando Lucía cumplió quince años, Ernesto se fue de la casa. No dejó carta ni explicación. Solo un silencio espeso y una deuda enorme con el banco. Me vi obligada a limpiar casas ajenas para pagar lo que él dejó atrás. Mis manos se llenaron de grietas y mi espalda se encorvó antes de tiempo.

Lucía creció resentida, reclamándome por no haber hecho más, por no haber sido suficiente para retener a su padre. Emiliano se refugió en la calle y en malas compañías. Yo seguía creyendo que el amor todo lo podía.

Hace dos años, mi madre enfermó gravemente. La traje a vivir conmigo en el pequeño departamento que logré alquilar tras perder la casa familiar. Lucía ya trabajaba en una oficina y Emiliano apenas terminaba la prepa entre tropiezos. Les pedí ayuda para cuidar a su abuela, pero siempre tenían excusas: trabajo, amigos, cansancio.

Una tarde, mientras le cambiaba los pañales a mi madre y le limpiaba las llagas con lágrimas en los ojos, escuché a Lucía hablar por teléfono:

—No sé cuánto más voy a aguantar aquí… Mi mamá solo sabe pedir y pedir… Si al menos hubiera hecho algo con su vida…

Sentí una puñalada en el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que no hice nada con mi vida? ¿Acaso criarla, alimentarla, protegerla no contaba?

El verdadero golpe llegó meses después, cuando mi madre falleció y quedé sola con mis hijos adultos. Lucía empezó a salir cada vez más tarde; Emiliano desaparecía días enteros. Una noche, al regresar del trabajo, encontré mis cosas empacadas junto a la puerta.

—Mamá —dijo Lucía sin mirarme a los ojos—, necesitamos el departamento para nosotros. Ya somos adultos… Tú puedes irte con tía Rosa o buscar un cuarto…

Me quedé muda. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Mis propios hijos me echaban de la casa? ¿Después de todo lo que sacrifiqué?

Salí esa noche con una maleta vieja y el corazón destrozado. Caminé bajo la lluvia hasta la casa de mi hermana Rosa, quien me recibió con un abrazo tibio pero incómodo.

—Te lo dije muchas veces, Mariana —susurró—: no te olvides de ti misma…

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Rosa tenía su propia familia y apenas espacio para mí. Busqué trabajo como cuidadora de ancianos; nadie quería contratar a una mujer de cincuenta años sin estudios ni experiencia formal.

Una tarde encontré a Emiliano en la calle, pidiendo dinero afuera del Oxxo.

—¿Por qué haces esto? —le pregunté entre lágrimas.

—¿Y tú qué sabes? —me gritó— ¡Tú nunca entendiste nada!

Sentí que había fallado como madre, como mujer, como persona.

Hoy escribo estas palabras desde un cuarto prestado en la periferia de Guadalajara. No tengo nada propio: ni casa, ni familia cerca, ni certezas sobre el futuro. Solo tengo recuerdos y preguntas sin respuesta.

¿Valió la pena tanto sacrificio? ¿En qué momento dejé de ser indispensable para convertirme en una carga? ¿Por qué en nuestra cultura se espera que las madres lo den todo y luego se les olvida tan fácilmente?

A veces me pregunto si alguna vez fui realmente vista o si solo fui una sombra útil en la vida de los demás.

¿Ustedes qué piensan? ¿Es justo que las madres sean olvidadas después de darlo todo? ¿Dónde termina el amor y empieza el olvido?