Cuatro casas de Mariana: una historia de codicia y heridas familiares
—¡No me puedes hacer esto, Mariana! ¡Es la casa de mamá!—grité, con la voz quebrada, mientras mi hermana me miraba desde el otro lado de la mesa, fría como una piedra. El café en su taza ni siquiera temblaba. Mi madre, sentada entre nosotras, apretaba el rosario entre los dedos, como si rezar pudiera detener la tormenta que se avecinaba.
Nunca imaginé que mi vida se reduciría a una batalla legal contra mi propia sangre. Pero aquí estoy, en esta sala de nuestro viejo hogar en San Miguel de Tucumán, donde crecimos entre el aroma a pan casero y los gritos de los niños jugando en la vereda. Ahora, todo huele a miedo y traición.
Mariana siempre fue ambiciosa. Desde chica soñaba con tener más: más ropa, más amigos, más atención. Cuando papá murió, ella ya estaba en Buenos Aires, trabajando en una inmobiliaria y mandando fotos de sus nuevos departamentos por WhatsApp. Yo me quedé aquí, cuidando a mamá y el jardín que papá plantó con sus propias manos.
—No es personal, Lucía —me dijo Mariana esa tarde—. Es lo que corresponde. Mamá ya está grande y vos no podés mantener esta casa sola. Yo puedo venderla y repartir lo que toque.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía decir eso? Ella tenía cuatro departamentos en Palermo y Belgrano, mientras nosotras apenas sobrevivíamos con la pensión de mamá y mis clases particulares de matemáticas.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mariana llegó con un abogado, un tal Dr. Ramírez, que hablaba rápido y sonreía poco. Nos mandaron una carta documento: teníamos que desalojar la casa en treinta días porque «la sucesión así lo exigía». Mamá lloraba todas las noches, preguntando qué había hecho mal para criar una hija tan dura.
—¿Por qué Mariana hace esto? —me preguntó una noche, su voz apenas un susurro—. ¿No le alcanza con todo lo que tiene?
No supe qué responderle. Yo también me lo preguntaba cada día.
Intenté hablar con Mariana varias veces. Le mandé mensajes, le llamé, le pedí que viniera a ver cómo estaba mamá. Pero ella solo respondía con frases cortas o audios fríos:
—Es lo mejor para todas. No te lo tomes así.
En el barrio empezaron los rumores. Que si Mariana era una «trepadora», que si yo era una «mantenida». Nadie sabía la verdad completa, pero todos opinaban. La señora Rosa, nuestra vecina de toda la vida, me abrazó un día en la verdulería:
—No te dejes pisotear, Lucía. Esa casa es tuya también.
Pero el miedo era más fuerte que el orgullo. ¿A dónde íbamos a ir mamá y yo? ¿Cómo enfrentar a Mariana sin dinero ni abogados?
Un día, decidí ir al juzgado. Me temblaban las manos mientras explicaba mi situación a una defensora pública:
—Mi hermana quiere echarnos de nuestra casa. Mi mamá está enferma… No tenemos a dónde ir.
La abogada me miró con compasión y me explicó que la ley era clara: si no había testamento y todos los herederos estaban de acuerdo en vender, no había mucho que hacer. Pero podía pedir tiempo por la salud de mamá.
Volví a casa derrotada. Mamá estaba sentada en el patio, mirando las plantas secas.
—No llores más, hija —me dijo—. Si tenemos que irnos, nos vamos juntas. Lo importante es que estamos juntas.
Pero yo no podía resignarme tan fácil. Empecé a buscar ayuda en todos lados: hablé con una organización de defensa de adultos mayores, fui a la radio local a contar mi historia, escribí cartas al diario. Algunos vecinos se ofrecieron a juntar firmas para apoyarnos.
Una tarde, Mariana apareció sin avisar. Venía bien vestida, con su perfume caro llenando el aire.
—¿Qué hacés armando escándalo en el barrio? —me reprochó apenas entró—. Esto es un tema familiar.
—¿Familiar? —le respondí furiosa—. Vos te olvidaste de lo que significa esa palabra hace mucho tiempo.
Mamá intentó mediar:
—Mariana, hija… ¿Por qué no hablamos tranquilas? Esta casa es todo lo que tenemos…
Pero Mariana estaba decidida:
—Mamá, vos podés venirte conmigo a Buenos Aires si querés. Lucía ya es grande, puede arreglarse sola.
Sentí que me partía el corazón escuchar eso. ¿Cómo podía pensar que mamá dejaría su vida aquí? ¿Cómo podía pensar que yo podía empezar de cero?
Los días pasaron entre abogados y lágrimas. Un juez finalmente nos dio seis meses para buscar otra vivienda por la salud de mamá. Fue un alivio momentáneo, pero la herida ya estaba hecha.
El día que nos fuimos fue gris y húmedo. Los vecinos salieron a despedirnos; algunos lloraban conmigo. Mariana ni apareció. Mamá se aferró a mi brazo mientras mirábamos por última vez el portón azul.
Hoy vivimos en un departamento pequeño en Yerba Buena. Mamá está más callada; yo trabajo más horas para pagar el alquiler. A veces sueño con el jardín de papá y despierto llorando.
No sé si algún día podré perdonar a Mariana. No sé si ella duerme tranquila en sus cuatro casas o si alguna vez piensa en nosotras.
¿Vale la pena tanto dinero si al final te quedás sola? ¿Cuántas familias más se rompen por culpa de la codicia? Quisiera saber si alguien más ha pasado por algo así…