La sombra de mi madre: Culpa y huida en el corazón de México

—¡¿Por qué eres tan egoísta, Mariana?! —gritó mi madre, su voz retumbando en las paredes descascaradas de nuestra casa en Iztapalapa. El olor a frijoles quemados llenaba la cocina, pero lo que más pesaba era la mirada de mi hermano Julián, clavada en el piso, como si quisiera desaparecer.

Tenía diecisiete años y ya sentía que la vida se me escapaba entre los dedos. Julián, dos años menor, nació con una enfermedad rara que lo mantenía postrado en cama. Mi madre, Teresa, volcó toda su existencia en él, y a mí me tocó ser la sombra: la que limpia, la que calla, la que no estorba. Pero ese día, cuando le dije que quería estudiar en la UNAM y mudarme al otro lado de la ciudad, fue como si le hubiera arrancado el corazón.

—¿Y quién va a cuidar a tu hermano? ¿Crees que puedes largarte así nada más? —me escupió las palabras. Sentí el golpe antes de que llegara: no fue físico, pero dolió igual. Mi padre había muerto cuando yo tenía ocho años; desde entonces, mi madre se volvió una fuerza imparable de reproches y sacrificios.

Esa noche no dormí. Escuchaba el silbido de los camiones afuera, el zumbido de los mosquitos y los sollozos ahogados de mi madre en la habitación contigua. Me levanté a preparar el desayuno antes del amanecer, como siempre. Julián me miró con esos ojos enormes y tristes.

—¿De verdad te vas a ir? —me preguntó en voz baja.

—No sé —le respondí, sintiendo cómo la culpa me apretaba el pecho.

Pero me fui. Me fui porque sentía que si no lo hacía, iba a desaparecer yo también. Conseguí una beca y renté un cuartito en Coyoacán con otras dos chicas. Al principio todo era nuevo: el bullicio del campus, las marchas estudiantiles, los debates interminables sobre política y justicia social. Pero cada vez que revisaba mi celular, ahí estaban los mensajes de mi madre:

«Eres una traidora. Julián te necesita. No tienes corazón.»

A veces eran audios interminables llenos de llanto y rabia; otras veces solo un «Dios te va a castigar». Me los aprendí de memoria. Mis compañeras me decían que no les hiciera caso, que tenía derecho a vivir mi vida. Pero ¿cómo se vive con el peso de haber dejado atrás a un hermano indefenso?

Un día recibí una llamada de Julián. Su voz sonaba más débil que nunca.

—Mamá está peor desde que te fuiste —me dijo—. No habla con nadie. Solo llora o grita.

Me sentí una criminal. Pensé en dejar todo y regresar, pero luego recordé las noches sin dormir, los gritos, el miedo constante a equivocarme. Recordé cómo mi madre me culpaba hasta por el clima.

—¿Y tú cómo estás? —le pregunté.

—Extraño cuando me leías cuentos —susurró.

Colgué y lloré como nunca antes. Me sentía partida en dos: una parte quería correr de vuelta y abrazar a Julián; la otra quería seguir adelante y construir algo propio.

Pasaron los meses. Mi madre dejó de hablarme por completo. Julián me mandaba mensajes esporádicos: «Hoy mamá no quiso comer», «Hoy mamá rompió tu foto». Yo seguía estudiando, trabajando medio tiempo en una cafetería para pagar la renta. Aprendí a sobrevivir con poco: arroz, atún, café soluble. Pero lo más difícil era sobrevivir a la culpa.

Un día recibí un mensaje inesperado:

«Tu hermano está en el hospital. Ven si quieres despedirte».

El mundo se detuvo. Tomé el primer metro rumbo a Iztapalapa; sentí que el trayecto duraba siglos. Cuando llegué al hospital público, vi a mi madre encorvada en una silla de plástico, con las manos cubriéndose el rostro.

—Llegaste tarde —me dijo sin mirarme—. Siempre llegas tarde para todo.

Entré al cuarto donde Julián dormía rodeado de máquinas. Le tomé la mano y le susurré al oído historias inventadas, como cuando éramos niños. No sé si me escuchó; quiero creer que sí.

Julián murió esa noche. Mi madre no me perdonó nunca haberme ido ni haber llegado «tarde». El funeral fue pequeño; los vecinos cuchicheaban sobre cómo «la hija mayor abandonó a su familia».

Regresé a Coyoacán con un hueco imposible de llenar. Seguí estudiando porque era lo único que me mantenía cuerda. A veces soñaba con Julián; otras veces con mi madre gritándome desde algún rincón oscuro.

Hoy tengo veinticinco años y trabajo como psicóloga en una escuela pública del Estado de México. Ayudo a niños que viven historias parecidas a la mía: madres ausentes o demasiado presentes, hermanos enfermos, padres desaparecidos por la violencia o la pobreza.

A veces me pregunto si hice bien en elegir mi propio camino. Si fui egoísta o simplemente humana. Si alguna vez podré perdonarme por haber querido vivir.

¿Ustedes qué harían? ¿Es posible romper el ciclo sin romperse una misma?