Segundas oportunidades: Amor después de los setenta
—¿Y si me muero mañana, qué? ¿Me vas a seguir regañando desde el más allá, mamá?— gritó mi hija Lucía desde la cocina, mientras yo removía el café con manos temblorosas. Tenía setenta y dos años y, sinceramente, ya no esperaba nada nuevo de la vida. Mi rutina era tan predecible como el canto del gallo en este pueblo polvoriento de Jalisco: levantarme temprano, regar las plantas, escuchar la radio y esperar a que Lucía regresara del mercado para contarme los chismes del día.
Pero esa mañana todo cambió. El timbre sonó con una urgencia que no era habitual. Al abrir la puerta, me encontré con un hombre alto, de cabello blanco y ojos tan vivos que parecían burlarse del tiempo. Era don Ernesto, el nuevo vecino que había llegado hacía apenas unas semanas desde Veracruz. Traía en las manos una bolsa de pan dulce y una sonrisa tímida.
—Perdón que moleste tan temprano, doña Teresa. Se me olvidó comprar azúcar y pensé que usted quizá podría prestarme un poco— dijo, bajando la mirada como un niño travieso.
Sentí una punzada en el pecho. Hacía años que nadie me miraba así, con esa mezcla de respeto y picardía. Lo invité a pasar y, mientras le servía café, noté cómo mis manos dejaban de temblar. Hablamos de todo: de sus nietos en Veracruz, de mi difunto esposo, de las fiestas patronales y hasta del clima, como si el tiempo no existiera.
Esa tarde, cuando Lucía regresó y vio a Ernesto sentado en nuestra mesa, frunció el ceño. —¿Y este quién es?— preguntó con voz seca.
—Es el vecino nuevo. Vino por azúcar— respondí, tratando de sonar casual.
Lucía me miró como si hubiera cometido una traición. Desde la muerte de mi esposo, ella se había convertido en mi sombra, mi guardiana y, a veces, mi carcelera. No soportaba la idea de que yo pudiera necesitar algo o a alguien más.
Esa noche no pude dormir. Me senté en la cama y miré la foto amarillenta de mi boda. Recordé los años buenos y los malos, las risas y las lágrimas. ¿Tenía derecho a volver a sentir algo? ¿No era ya demasiado tarde para mí?
Los días siguientes, Ernesto empezó a pasar más seguido. Traía flores del campo o pan recién horneado. Me contaba historias de su juventud en Veracruz: cómo bailaba danzón en la plaza, cómo pescaba con su padre en el río Papaloapan. Yo le hablaba de mis hijos, de los miedos que me acompañaban desde que enviudé, de la soledad que se hacía más pesada cada día.
Una tarde, mientras regábamos juntos las bugambilias del patio, Ernesto tomó mi mano. —Teresa, ¿usted cree que todavía podemos ser felices?— susurró.
Sentí que el corazón me latía como cuando era joven. Pero el miedo también estaba ahí: el miedo al qué dirán, al rechazo de mis hijos, a perder lo poco que me quedaba de dignidad.
Esa noche Lucía explotó.
—¡No puedo creerlo! ¿A tu edad y con novio? ¿Qué va a decir la gente?— gritó, tirando un vaso al suelo.
—¿Y qué importa lo que digan?— respondí por primera vez con firmeza.— Toda mi vida he hecho lo que se esperaba de mí. Fui buena esposa, buena madre… ¿No merezco un poco de alegría antes de irme?
Lucía lloró como una niña. Me abrazó fuerte y sentí su miedo: miedo a perderme, miedo a quedarse sola.
Los rumores no tardaron en llegar al pueblo. Las vecinas cuchicheaban cuando salía al mercado con Ernesto. Algunos se reían; otros me miraban con lástima o desprecio. Pero también hubo quienes me sonrieron con complicidad, como doña Carmen, que me susurró al oído: —Usted sí sabe vivir, Teresa.
Poco a poco, mi familia fue aceptando la idea. Mis nietos adoraban a Ernesto porque les contaba historias fantásticas y les enseñaba a hacer papalotes. Mi hijo menor me llamó desde Monterrey para decirme: —Mamá, si usted es feliz, yo también lo soy.
Pero no todo fue fácil. Una tarde Ernesto llegó pálido y sudoroso. —Me siento mal— murmuró antes de desmayarse en mis brazos. Lo llevamos al hospital del pueblo y el diagnóstico fue duro: insuficiencia cardíaca avanzada.
Pasé noches enteras sentada junto a su cama, rezando por un milagro. Le leía poemas y le contaba historias para distraerlo del dolor. Una madrugada me tomó la mano y dijo:
—Gracias por darme una segunda juventud, Teresa. Si me voy mañana, me voy feliz.
Lloré como no lloraba desde la muerte de mi esposo. Sentí rabia contra Dios, contra el destino, contra el tiempo que siempre parece tan corto cuando uno es feliz.
Ernesto sobrevivió esa crisis pero quedó muy débil. Aun así, cada tarde salíamos juntos al patio a ver el atardecer sobre los cerros. Aprendí a valorar cada minuto como si fuera el último.
Hoy escribo esto mientras él duerme en la hamaca junto a mí. La vida me enseñó que nunca es tarde para volver a empezar, aunque sea por un instante fugaz.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo se resignan a la soledad por miedo al qué dirán? ¿Cuántos amores se pierden por prejuicios o por temor? Si tuviera otra oportunidad… volvería a elegir vivir sin miedo.