Traición bajo la lluvia: Mi lucha por renacer entre el cáncer y el abandono

—¿Por qué a mí, Dios mío? —susurré mientras la lluvia golpeaba con furia los ventanales del hospital. El olor a desinfectante se mezclaba con mi miedo. Mi hermana Mariana me apretó la mano, pero yo apenas sentía su calor. El doctor Hernández acababa de pronunciar la palabra que nadie quiere escuchar: cáncer. Cáncer de mama, avanzado.

No lloré. No grité. Solo sentí cómo mi mundo se desmoronaba en silencio, como si el trueno que retumbaba allá afuera hubiera partido mi vida en dos. Pensé en mis hijos, en mi esposo Julián, en mi madre que siempre decía que las mujeres mexicanas somos fuertes. Pero yo no me sentía fuerte. Me sentía rota.

Esa noche, Julián llegó tarde a casa. El tráfico, dijo. Pero sus ojos no me buscaron como antes. Me abrazó con una distancia que me heló la piel. —Vamos a salir adelante, Luisa —me dijo, pero su voz sonaba hueca, como si estuviera repitiendo un guion aprendido.

Las semanas siguientes fueron una pesadilla: quimioterapias, vómitos, el cabello cayendo en mechones sobre la almohada. Mariana me acompañaba a cada sesión, mientras Julián se excusaba con reuniones y viajes inesperados. Mis hijos, Valeria y Emiliano, intentaban ser fuertes, pero los escuchaba llorar en su cuarto por las noches.

Un día, mientras buscaba una chamarra en el clóset de Julián, encontré una caja de chocolates y una carta escrita con una letra femenina: «Gracias por hacerme sentir viva otra vez. Te espero el viernes». Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía Julián traicionarme justo ahora? ¿No era suficiente con el cáncer?

Esa noche lo enfrenté. —¿Quién es ella? —pregunté con voz temblorosa.

Julián bajó la mirada. —Luisa… no quería que te enteraras así. Es solo… no sé cómo explicarlo. Me siento perdido.

—¿Perdido? ¡Yo soy la que está luchando por su vida! —grité, sintiendo cómo la rabia me devolvía fuerzas que creía perdidas.

Él se fue esa noche. Mariana llegó corriendo cuando la llamé entre sollozos. Me abrazó fuerte y me repitió lo que mamá decía: «Las mujeres mexicanas somos fuertes». Pero yo solo quería desaparecer.

Los días siguientes fueron un infierno. La familia de Julián me culpó: «Él está muy estresado, Luisa, deberías comprenderlo». Mis suegros ni siquiera me llamaron para preguntar cómo estaba. En el barrio, las vecinas murmuraban detrás de las cortinas: «Pobre Luisa, tan bonita y mira cómo terminó».

Pero no estaba sola. Mariana no me soltó ni un segundo. Mis hijos empezaron a dormir conmigo en la cama grande; Valeria me acariciaba la cabeza calva y Emiliano me contaba chistes para hacerme reír. Un día, mientras veía mi reflejo en el espejo —sin cabello, con la piel amarillenta y los ojos hundidos— sentí una chispa de algo nuevo: rabia, sí, pero también ganas de pelear.

Empecé a escribir un diario. Cada día anotaba mis miedos y mis pequeñas victorias: «Hoy pude comer sin vomitar», «Hoy Valeria me dijo que soy su heroína». Mariana me animó a unirme a un grupo de apoyo para mujeres con cáncer en el hospital General. Ahí conocí a Carmen, una señora de Iztapalapa que había perdido un seno pero no su sonrisa; a Paola, madre soltera que vendía tamales para pagar sus medicinas; a Teresa, que bailaba cumbia en cada reunión para levantar el ánimo.

Un día, Carmen me miró directo a los ojos: —Luisa, tu marido es un cobarde. Pero tú eres una guerrera. No dejes que te robe tu dignidad ni tu alegría.

Esas palabras me marcaron. Empecé a salir más al parque con mis hijos; retomé mi trabajo como maestra desde casa; pinté mi cuarto de amarillo porque necesitaba luz aunque afuera lloviera sin parar.

Julián regresó un par de veces, pidiendo perdón entre lágrimas. Decía que estaba confundido, que la otra mujer no significaba nada. Pero yo ya no era la misma Luisa sumisa y temerosa. Le dije que necesitaba tiempo para sanar y pensar en mí primero.

La última quimioterapia fue como cruzar un desierto: dolorosa, interminable. Pero al salir del hospital, Mariana y mis hijos me esperaban con globos y flores de papel hechas por ellos mismos. Lloramos juntos bajo el sol de la tarde.

Hoy sigo luchando contra el cáncer y contra las cicatrices que dejó la traición de Julián. Pero ya no tengo miedo de estar sola ni de empezar de nuevo. Aprendí que mi valor no depende de nadie más; que las mujeres latinoamericanas llevamos una fuerza ancestral en la sangre; que incluso cuando todo parece perdido, siempre hay una chispa para volver a encenderse.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas siguen luchando solas sin saber que pueden renacer? Si tú también has sentido que el mundo se te cae encima… ¿qué te ha dado fuerzas para seguir adelante?