Llaves de mi hogar: Entre el amor y la frontera invisible
—¿Otra vez tu mamá, Martín? —La voz de Lucía temblaba, aunque intentaba sonar firme. Yo apenas podía sostenerme en pie, con la fiebre pegada al cuerpo, pero el timbre sonó como un disparo en medio del silencio.
No era la primera vez. Desde que nos mudamos a este departamento en Caballito, mi madre Carmen venía casi todos los días. Al principio, pensé que era su manera de ayudarnos. Pero con el tiempo, sus visitas se volvieron una sombra pesada sobre nuestra casa. Lucía empezó a cerrar la puerta del dormitorio cuando mamá llegaba, y yo me quedaba atrapado en el pasillo, sintiéndome un traidor para ambas.
—Martín, ¿por qué no me contestás el teléfono? —La voz de mamá atravesó la puerta antes de que pudiera abrir. Su perfume a colonia antigua llenó el ambiente apenas entró. Me abrazó fuerte, ignorando a Lucía, que miraba por la ventana como si quisiera escaparse.
—Estoy enfermo, má. Solo quiero descansar —dije, pero ella ya estaba revisando la cocina.
—¿Otra vez comida comprada? Lucía, ¿no te enseñaron a cocinar en tu casa? —preguntó con ese tono que parecía amable pero cortaba como cuchillo.
Lucía apretó los labios. Yo sentí una punzada de vergüenza y rabia. Quise decir algo, pero el miedo a herir a mamá me paralizó.
Esa tarde, mientras mamá preparaba un guiso “como Dios manda”, Lucía se encerró en el baño. Escuché el agua correr y sus sollozos ahogados. Me acerqué a la puerta.
—Lu, por favor…
—No puedo más, Martín. No puedo vivir así —susurró desde el otro lado—. Tu mamá no me quiere acá. Y vos… vos no hacés nada.
Me senté en el piso frío del pasillo. ¿Cómo elegir entre la mujer que me dio la vida y la mujer con la que quería vivirla?
Esa noche, cuando mamá se fue, Lucía me miró con los ojos rojos.
—¿Sabés lo que más me duele? Que siento que nunca voy a ser suficiente para vos ni para ella. Que este no es mi hogar.
Me quedé callado. ¿Qué podía decir? La verdad era que yo tampoco me sentía dueño de mi casa. Mamá llegaba sin avisar, criticaba todo lo que hacíamos y yo… yo solo quería evitar peleas.
Los días siguientes fueron una repetición amarga: mamá llegaba temprano, Lucía salía antes de que pudiera verla. Yo, atrapado entre el dolor de una y el resentimiento de la otra, empecé a enfermarme más seguido. El médico dijo que era estrés. Yo sabía que era miedo: miedo a perderlas a las dos.
Una tarde, mientras mamá lavaba los platos y Lucía aún no volvía del trabajo, me animé a hablar.
—Má… ¿por qué venís todos los días?
Ella dejó el plato en la pileta y me miró sorprendida.
—¿Cómo que por qué? Soy tu madre. Este también es mi hogar.
—Pero… no lo es. Es mi casa con Lucía. Necesitamos espacio.
Vi cómo su rostro se endurecía.
—¿Te molesto? ¿Ahora soy una carga?
Sentí un nudo en la garganta.
—No es eso… Solo quiero que Lucía se sienta cómoda también.
Mamá agarró su bolso y salió sin despedirse. Esa noche no pude dormir. Cuando Lucía llegó, me encontró sentado en la cocina, solo.
—¿Y ahora?
—Le pedí a mamá que nos dé espacio —dije en voz baja.
Lucía se sentó frente a mí. Por primera vez en meses, vi alivio en sus ojos.
—Gracias —susurró—. No quiero que elijas entre nosotras. Solo quiero sentir que este es nuestro hogar.
Pasaron semanas hasta que mamá volvió a llamar. Esta vez, preguntó si podía venir. Cuando llegó, trajo empanadas y un ramo de flores para Lucía. La tensión seguía ahí, pero algo había cambiado: ahora las puertas se abrían con permiso y las palabras dolían menos.
A veces pienso en todo lo que perdimos por miedo al conflicto: tardes felices, cenas tranquilas, abrazos sinceros. Pero también sé que aprendí a poner límites y a defender mi hogar.
Hoy miro las llaves sobre la mesa y me pregunto: ¿cuántas familias viven divididas por fronteras invisibles? ¿Cuántos hijos callan por miedo a herir a quienes aman? ¿Vale la pena sacrificar la paz del hogar por no enfrentar lo inevitable?