Entre Dos Fuegos: Cuando Mi Esposo Pidió Que Mi Madre Se Fuera de Casa
—¡No puedo más, Mariana!— gritó Julián, su voz retumbando en las paredes de la sala, mientras mi madre, doña Teresa, apretaba los labios y bajaba la mirada al suelo de mosaico gastado. Yo estaba en medio de ambos, sintiendo cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable.
Era una noche lluviosa en Guadalajara, y el sonido de las gotas golpeando el techo parecía marcar el ritmo de mi corazón acelerado. Julián, mi esposo desde hace ocho años, se había cansado de la convivencia con mi madre. Pero ¿cómo podía pedirle a la mujer que me dio la vida que se fuera de la casa donde crecí, la misma casa que heredé de mi padre?
—No es justo para nosotros, Mariana. Necesitamos nuestro espacio. Tu mamá ya no puede seguir aquí— insistió Julián, cruzando los brazos con una mezcla de cansancio y frustración.
Mi madre no dijo nada. Sus manos temblaban ligeramente sobre el delantal floreado que siempre usaba. Yo sentí una punzada en el pecho. Recordé cómo, cuando era niña, ella me abrazaba durante las tormentas para que no tuviera miedo. Ahora era yo quien debía protegerla.
La situación había llegado a ese punto por pequeñas cosas: discusiones por la comida, por la televisión, por los horarios. Pero también por algo más profundo: Julián sentía que nunca podía ser cabeza de familia mientras mi madre estuviera ahí. En nuestra cultura, el respeto a los mayores es sagrado, pero también lo es el deber con el esposo. ¿Cómo elegir?
Esa noche no dormí. Escuché a Julián moverse inquieto en la cama y a mi madre llorar bajito en su cuarto. Me pregunté si alguna vez podría perdonarme cualquiera de los dos.
Al día siguiente, fui a trabajar como autómata al hospital donde soy enfermera. Mis compañeras notaron mi tristeza.
—¿Qué te pasa, Mariana?— preguntó Lucía, mi amiga desde la universidad.
—Mi esposo quiere que mi mamá se vaya de la casa— respondí con voz apagada.
Lucía suspiró.—Eso pasa mucho. Mi cuñada tuvo que mandar a su suegra a vivir con una tía porque su marido no aguantaba más. Pero tu caso es diferente… esa casa era de tu familia.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era diferente? ¿O solo me aferraba a una idea romántica del hogar?
Esa tarde, al regresar a casa, encontré a Julián sentado en la cocina con una cerveza en la mano y la mirada perdida.
—No quiero ser el malo, Mariana. Pero siento que aquí nunca voy a poder ser tu compañero de verdad. Siempre está tu mamá entre nosotros— dijo sin mirarme.
Me senté frente a él.—¿Y si buscamos otra casa? ¿Y si ella se queda aquí y nosotros empezamos de nuevo en otro lado?
Julián negó con la cabeza.—No tenemos dinero para eso. Además… tú sabes que tu mamá no puede vivir sola. ¿Quién va a cuidarla cuando esté peor?
La verdad era esa: doña Teresa tenía diabetes y problemas del corazón. Yo era su única hija; mis hermanos se habían ido a Estados Unidos hacía años y apenas llamaban en Navidad.
Esa noche hablé con mi madre. Ella me miró con esos ojos grandes y dulces que siempre me hacían sentir niña otra vez.
—Mija, yo no quiero ser una carga para ti ni para Julián. Si tengo que irme, lo haré— susurró.
—¡No digas eso! Esta es tu casa tanto como la mía— respondí entre lágrimas.
Pero ella insistió.—El matrimonio es sagrado, Mariana. No quiero que pierdas a tu esposo por mí.
Las semanas pasaron entre silencios incómodos y discusiones cada vez más frecuentes. Julián empezó a llegar tarde del trabajo; mi madre se encerraba en su cuarto todo el día. Yo sentía que me partía en dos cada vez que cruzaba el umbral de la casa.
Un domingo por la tarde, después de una pelea especialmente dura entre Julián y yo, salí corriendo al patio trasero y me senté bajo el limonero que plantó mi papá antes de morir. Lloré hasta quedarme sin fuerzas.
De repente escuché pasos detrás de mí. Era Julián.
—No quiero perderte, Mariana. Pero tampoco puedo seguir así— dijo con voz quebrada.—¿Por qué no podemos ser felices?
Lo miré con rabia y dolor.—Porque me pides que traicione a mi sangre para quedarme contigo.
Él bajó la cabeza.—¿Y yo? ¿No soy tu familia también?
Esa noche tomé una decisión: llamé a mis hermanos en Chicago y les conté todo. Les pedí ayuda para traer a mamá con ellos o para pagarle una cuidadora aquí. Pero ellos solo dijeron: «Haz lo que puedas, hermana; nosotros no podemos ahora».
Me sentí sola como nunca antes.
Al final, fue mi madre quien decidió irse. Una vecina le ofreció un cuarto pequeño en su casa y ella aceptó sin decirme nada hasta el último momento.
El día que se fue, abracé a doña Teresa tan fuerte como pude. Ella me susurró al oído:
—No llores, mija. Uno hace sacrificios por amor… pero nunca olvides quién eres ni de dónde vienes.
Ahora la casa se siente vacía aunque Julián y yo seguimos juntos. A veces lo miro y me pregunto si valió la pena todo esto.
¿Hasta dónde debemos llegar por amor? ¿Es justo tener que elegir entre quienes nos dieron la vida y quienes elegimos para compartirla? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?