El día que se rompió mi mundo: una historia de amor, enfermedad y renacimiento en Medellín

—¡No, Julián, no me puedes dejar sola! —grité entre sollozos, apretando su mano fría en la camilla del Hospital San Vicente. El olor a desinfectante, las luces blancas y el pitido constante de las máquinas me taladraban la cabeza. Todo era irreal. Hace apenas una semana estábamos planeando el cumpleaños de nuestra hija Mariana, y ahora los médicos me decían que preparara mi corazón para lo peor.

Diez años atrás, en una iglesia sencilla de Envigado, nos juramos amor eterno. Julián y yo éramos la pareja que todos admiraban: dos hijos hermosos, un apartamento pequeño pero lleno de risas, sueños de comprar una casa en Laureles y padres que se convirtieron en nuestros mejores amigos. Mi suegra, doña Gloria, venía cada domingo con su bandeja de arepas; mi mamá, Luz Dary, traía buñuelos y consejos. Éramos una familia unida, de esas que parecen sacadas de una novela.

Pero la vida no es una novela. Todo cambió el día que Julián llegó a casa pálido, sudando frío. «Me duele el pecho, amor», murmuró antes de desplomarse en mis brazos. El pánico me invadió. Llamé a la ambulancia mientras Mariana y Samuel lloraban asustados. En el hospital, los médicos hablaron de un virus agresivo que atacó su corazón. «Haremos todo lo posible», dijeron, pero sus ojos evitaban los míos.

Las horas se volvieron días. Dormía en una silla dura junto a su cama, rezando a todos los santos que conocía. Mi suegra y mi mamá se turnaban para cuidar a los niños. Los amigos venían con termos de café y palabras vacías: «Sé fuerte», «Dios sabe por qué hace las cosas». Yo solo quería despertar de esa pesadilla.

Una noche, mientras acariciaba el cabello de Julián, él abrió los ojos y susurró: —Prométeme que vas a seguir adelante si yo no salgo de esta.

—No digas eso —le respondí, ahogando el llanto—. Vas a salir, te lo juro.

Pero no salió. Tres días después, Julián se fue. Sentí que el mundo se partía en mil pedazos. El funeral fue un desfile de abrazos incómodos y lágrimas contenidas. Mariana no entendía por qué su papá no volvía; Samuel preguntaba si estaba en el cielo jugando fútbol con los ángeles.

La casa se llenó de silencios pesados. Las cuentas seguían llegando: la hipoteca, el colegio de los niños, la comida. Mi trabajo como secretaria apenas alcanzaba para sobrevivir. Mi mamá insistía en que me mudara con ella a Bello, pero yo no quería abandonar los recuerdos de Julián.

Las discusiones familiares no tardaron en llegar. Doña Gloria quería llevarse a los niños los fines de semana; mi mamá decía que era mejor que estuvieran conmigo. Una tarde, exploté:

—¡Basta! No somos enemigos. Los niños necesitan estabilidad, no peleas.

Pero la tensión seguía. Mariana empezó a tener pesadillas; Samuel se volvió retraído. Me sentía culpable por no poder darles la vida feliz que merecían.

Un día, mientras revisaba las cuentas, encontré una carta de Julián escondida entre sus cosas:

«Amor,
Si lees esto es porque ya no estoy contigo. No quiero que te encierres en el dolor. Promete que vas a vivir, por ti y por nuestros hijos. No tengas miedo de pedir ayuda ni de volver a ser feliz.
Te amo siempre,
Julián»

Lloré hasta quedarme sin fuerzas. Pero esas palabras fueron un punto de quiebre. Decidí buscar ayuda psicológica para mí y para los niños en un centro comunitario del barrio. Poco a poco, Mariana volvió a sonreír; Samuel empezó a jugar con sus amigos otra vez.

La relación con mi suegra mejoró cuando le propuse que viniera a cenar los miércoles. Mi mamá aceptó que necesitaba soltarme un poco para dejarme crecer como madre y mujer.

Con el tiempo, aprendí a vivir con la ausencia de Julián sin dejar que el dolor me consumiera. Empecé a estudiar por las noches para conseguir un mejor trabajo; hice nuevas amigas en el grupo de apoyo para viudas jóvenes del barrio.

Un día, mientras caminaba con mis hijos por el parque de El Poblado, Mariana me preguntó:

—Mami, ¿tú crees que papi nos ve desde el cielo?

La abracé fuerte y le respondí:

—Estoy segura de que sí, mi amor. Y está orgulloso de nosotros.

Hoy, diez años después de aquel día fatídico, sigo extrañando a Julián cada mañana al despertar. Pero también agradezco haber tenido su amor y haber aprendido a reconstruir mi vida desde las cenizas.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en nuestro país han tenido que reinventarse después de perderlo todo? ¿Por qué todavía sentimos culpa por buscar ayuda o por volver a sonreír? ¿Ustedes qué harían si la vida les diera un golpe así?