Dos años de silencio: la historia de una madre y su hija en el corazón de Buenos Aires

—¿Por qué no me llama? —me pregunté en voz alta, mientras el mate se enfriaba entre mis manos temblorosas. El reloj marcaba las seis de la tarde y la luz anaranjada del otoño porteño se colaba por la ventana, iluminando las fotos polvorientas sobre la repisa. Dos años. Dos años sin escuchar la voz de Lucía, mi única hija. Dos años desde aquella discusión que partió mi vida en dos.

Mi nombre es Marta González, tengo 69 años y vivo sola en un departamento antiguo de Almagro. Mi vecina, Teresa, suele visitarme los domingos; trae facturas y hablamos de todo, menos de mi familia. Pero hoy, mientras revolvía el azúcar en su café, me miró con esos ojos llenos de paciencia y me dijo:

—Marta, ¿por qué nunca hablás de tu hija?

Sentí un nudo en la garganta. No era fácil. Pero necesitaba hablar, aunque fuera para escucharme a mí misma.

—Hace dos años que no sé nada de ella —le confesé, bajando la mirada—. Ni un mensaje, ni una llamada. Nada.

Teresa apretó mi mano. Yo seguí:

—La última vez que hablamos fue horrible. Discutimos por su decisión de irse a vivir con ese muchacho, Diego. Yo no lo soportaba. Pensé que era un vago, que la iba a arrastrar a una vida peor. Le dije cosas terribles… cosas que ninguna madre debería decirle a su hija.

Recuerdo ese día como si fuera hoy. Lucía estaba parada en la puerta, con su valija azul y los ojos llenos de lágrimas.

—Mamá, ¿por qué nunca podés confiar en mí? —me gritó.

—Porque no quiero verte sufrir —le respondí, pero mi voz sonó más dura de lo que sentía.

—¡No es tu vida! ¡Es la mía! —y se fue, cerrando la puerta con un portazo que todavía resuena en mi pecho.

Desde entonces, silencio. Al principio llamaba todos los días, le dejaba mensajes en el WhatsApp: “Lucía, te extraño”, “¿Estás bien?”, “Por favor, contestame”. Pero nunca hubo respuesta. Después dejé de insistir. El orgullo pudo más que el amor.

Las semanas se convirtieron en meses. Los cumpleaños pasaron sin abrazos ni torta casera. La Navidad fue un infierno: yo sola, mirando el árbol vacío y recordando cuando Lucía era chiquita y bailaba alrededor de los regalos.

A veces salgo al balcón y veo a las madres del barrio caminando con sus hijas por la vereda. Me pregunto si alguna vez podré volver a sentir esa alegría simple.

Teresa me escucha en silencio. Finalmente dice:

—¿Nunca pensaste en ir a buscarla?

—Sí… muchas veces —respondo—. Pero tengo miedo de que me cierre la puerta en la cara. O peor: que ya no le importe.

El miedo es un monstruo silencioso que me acompaña cada noche. Me acuesto pensando en Lucía: ¿estará bien? ¿Tendrá trabajo? ¿La estará cuidando alguien? A veces sueño que vuelve, que entra corriendo por la puerta y me abraza fuerte. Pero despierto y sólo escucho el tic-tac del reloj.

Una tarde, mientras hacía las compras en el almacén de Don Ernesto, escuché a dos mujeres hablar sobre sus hijos que se habían ido del país buscando mejores oportunidades. Sentí una punzada de culpa: ¿y si Lucía también se había ido? ¿Y si yo era la razón por la que había huido?

En mi juventud fui dura porque así me criaron. Mi madre decía: “La vida es difícil para las mujeres solas”. Y yo lo aprendí a los golpes, criando a Lucía después de que su padre nos dejara por otra familia. Trabajé limpiando casas ajenas para darle lo mejor, pero nunca aprendí a decirle cuánto la amaba sin condiciones.

Una noche, después de mucho pensar, escribí una carta:

“Querida Lucía,
Sé que te fallé como madre. Sé que dije cosas imperdonables y que te lastimé cuando más necesitabas apoyo. No busco excusas; sólo quiero pedirte perdón y decirte que te extraño cada día. Si alguna vez querés volver, acá voy a estar esperándote con los brazos abiertos.
Con amor,
Mamá”

Guardé la carta en el cajón porque no tenía su dirección nueva. Ni siquiera sé si sigue viviendo con Diego o si está sola en algún rincón de Buenos Aires.

El tiempo pasa lento cuando se vive esperando una llamada que nunca llega. Mis amigas me dicen que salga más, que me distraiga, pero nada llena el vacío que dejó Lucía.

A veces pienso en buscarla por redes sociales, pero no tengo idea cómo funcionan esas cosas modernas. Le pedí ayuda a Teresa para crearme un Facebook; busqué su nombre durante horas, pero no encontré nada. Me siento vieja e inútil frente a una pantalla fría.

Hace poco cumplí 69 años. Teresa me trajo una torta y brindamos solas en el comedor. Cuando soplé las velitas, pedí el mismo deseo de siempre: volver a ver a mi hija antes de morir.

La soledad pesa más cuando uno envejece. Los días se hacen eternos y los recuerdos duelen como heridas abiertas. A veces me pregunto si todo esto es castigo por mis errores del pasado.

Hoy escribo estas palabras porque sé que no soy la única madre en Latinoamérica que ha perdido el contacto con un hijo por orgullo o malentendidos. En este país donde la familia lo es todo, el silencio duele el doble.

Me acerco a los setenta años con el corazón lleno de preguntas sin respuesta:
¿Será posible reconstruir lo roto? ¿O hay heridas que nunca sanan?
¿Ustedes qué harían en mi lugar?