Entre Sombras y Esperanzas: La Decisión de Aarón

—¿Cómo puedes siquiera pensarlo, Aarón? ¡Ese hombre no es nada tuyo!— gritó mi madre, Lucía, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada por el llanto. Yo tenía diecisiete años y la casa olía a café quemado y a rabia contenida. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina como si quisiera entrar y arrastrarnos a todos.

No respondí. Me quedé mirando mis manos, temblorosas, mientras sentía el peso de su mirada clavada en mi nuca. Mi madre siempre había sido así: intensa, apasionada, capaz de amar y odiar con la misma fuerza. Desde que tengo memoria, su vida giraba en torno a mí y al resentimiento hacia mi padre biológico, ese fantasma que nunca conocí.

Nací un 31 de diciembre en un hospital público de Ciudad de México. Mi madre tenía apenas diecinueve años y una esperanza terca: que mi padre llegara a verla, a verme. Pero él nunca apareció. Ella me contó que esa noche miró por la ventana del hospital hasta que el sol salió y los fuegos artificiales se apagaron. «Te juro que ese día decidí que nunca te faltaría nada», me repetía cada vez que podía.

Pero la vida no es tan sencilla. Crecí viendo a mi madre partirse el lomo limpiando casas ajenas, mientras yo me quedaba con doña Carmen, la vecina que me enseñó a leer y a rezar. Cuando tenía ocho años, apareció Julián. Era un hombre callado, de manos grandes y mirada triste. Trabajaba como chofer de camión y traía siempre el uniforme manchado de grasa. Al principio pensé que era solo un amigo de mamá, pero pronto empezó a quedarse más noches en casa.

Nunca me habló mucho. Me saludaba con un «¿Qué onda, Aarón?» y me daba una palmada torpe en la espalda. Yo lo observaba desde lejos, preguntándome si algún día podría quererlo como a un papá. Pero mi madre nunca permitió que esa relación creciera. Cada vez que Julián intentaba acercarse, ella se interponía con una excusa o una mirada dura.

—No te encariñes con él— me advirtió una noche mientras lavábamos los trastes—. Los hombres siempre se van.

Pero Julián no se fue. Aguantó los gritos de mi madre, sus silencios eternos y hasta sus lágrimas cuando creía que yo dormía. Un día, cuando tenía doce años, lo encontré sentado en la sala con la cabeza entre las manos.

—¿Por qué sigues aquí?— le pregunté sin pensarlo.

Él levantó la mirada y sonrió triste.

—Porque los dos me importan más de lo que crees.

No supe qué responderle. Pero desde ese día empecé a verlo diferente. No era mi papá, pero tampoco era un extraño.

Los años pasaron y la relación entre Julián y mi madre se volvió una guerra fría. Peleaban por todo: el dinero, mis calificaciones, hasta por el canal de televisión. Yo me refugiaba en la escuela y en mis amigos del barrio. Pero siempre volvía a casa porque sentía que debía cuidar a mamá.

Hasta que llegó el día en que todo cambió. Fue una tarde de junio, calurosa y pegajosa. Llegué temprano de la prepa y encontré a mi madre llorando en la cocina. Sobre la mesa había una carta arrugada: Julián se iba del departamento porque ya no aguantaba más peleas.

—¡Todo esto es tu culpa!— me gritó entre sollozos—. Si no hubieras dejado que se metiera en tu vida…

Me quedé helado. Por primera vez sentí rabia hacia ella. ¿Por qué siempre tenía que ser culpa de alguien más?

Pasaron semanas sin noticias de Julián. La casa se volvió un campo minado: cualquier palabra podía detonar una discusión. Mi madre se volvió más dura, más fría. Yo empecé a salir más seguido, buscando cualquier excusa para no estar en casa.

Un día recibí un mensaje inesperado: era Julián. Me citó en una cafetería cerca del metro Chabacano. Cuando llegué, lo vi más flaco y con ojeras profundas.

—¿Cómo estás?— me preguntó con voz suave.

No supe qué decirle. Me limité a encogerme de hombros.

—Mira, Aarón… sé que no soy tu papá ni pretendo reemplazarlo. Pero si alguna vez necesitas algo… aquí estoy.

Sentí un nudo en la garganta. Nadie me había dicho eso antes.

Empezamos a vernos cada tanto: una comida rápida aquí, un partido de fútbol allá. Julián no intentaba darme consejos ni sermones; solo escuchaba y me hacía sentir menos solo.

Mientras tanto, mi madre se hundía en su propio dolor. Perdió el trabajo y empezó a beber más de la cuenta. Una noche llegó borracha y me gritó cosas horribles: que yo era igual a mi padre, que todos los hombres éramos basura.

Esa noche dormí en el suelo del baño para no escucharla llorar.

Al día siguiente tomé una decisión: le pedí a Julián si podía quedarme con él un tiempo. Su departamento era pequeño y olía a cigarro viejo, pero al menos había paz.

Cuando mi madre se enteró, explotó:

—¡¿Cómo puedes preferir vivir con ese desconocido?! ¡Soy tu madre! ¡Yo te di todo!

No supe cómo explicarle que necesitaba respirar, que necesitaba sentirme querido sin condiciones ni reproches.

Los días con Julián fueron extraños al principio. No hablábamos mucho, pero compartíamos silencios cómodos. A veces cocinábamos juntos o veíamos partidos de fútbol en la tele vieja. Poco a poco empecé a sentirme en casa.

Pero la culpa no me dejaba dormir. ¿Estaba traicionando a mi madre? ¿Era un mal hijo por buscar refugio en alguien más?

Una tarde recibí una llamada urgente: mi madre estaba en el hospital por una intoxicación alcohólica. Corrí hasta allá con el corazón en la mano. Cuando llegué, la encontré pálida y frágil como nunca antes.

Me senté junto a su cama y le tomé la mano.

—Mamá…

Ella abrió los ojos lentamente y murmuró:

—¿Por qué me dejaste sola?

No supe qué responderle. Solo lloré en silencio mientras ella apretaba mi mano con fuerza.

Después de ese día empecé a visitarla más seguido, pero seguía viviendo con Julián. Mi madre nunca aceptó mi decisión, pero poco a poco entendió que necesitaba espacio para sanar mis propias heridas.

Hoy tengo veintidós años y sigo buscando respuestas sobre el amor, el abandono y la familia. A veces pienso en esa noche lluviosa cuando mi madre gritó su dolor al mundo y yo solo quería desaparecer.

¿Es posible perdonar sin olvidar? ¿Se puede amar a dos personas tan diferentes sin romperse por dentro? A veces siento que sigo mirando por esa ventana junto a mi madre, esperando algo o alguien que nunca llega.