Cartas bajo el polvo: el secreto de Julián
—¿Por qué guardabas esto, Julián? —susurré, con la voz quebrada, mientras sostenía el sobre amarillento entre mis manos temblorosas. El eco de mi pregunta rebotó en las paredes vacías del apartamento, donde aún flotaba el aroma a café y a colonia barata que él usaba cada mañana. Habían pasado apenas dos semanas desde que Julián partió, y yo, Magdalena, me sentía como una sombra recorriendo los restos de una vida compartida.
La muerte de Julián fue repentina: un infarto en la madrugada, mientras dormía a mi lado en nuestra cama matrimonial, la misma que compartimos durante treinta y cinco años. El velorio fue sencillo, como él hubiera querido, rodeado de nuestros hijos —Valeria y Tomás— y algunos vecinos del barrio en Medellín. Todos me abrazaban diciendo que Julián era un hombre bueno, un esposo ejemplar. Yo asentía, convencida de que así era. Hasta ese día.
Estaba limpiando su armario, doblando sus camisas para donarlas, cuando una caja de zapatos cayó desde el estante más alto. Al abrirla, encontré decenas de cartas cuidadosamente atadas con una cinta azul. Mi corazón latió con fuerza. Reconocí la letra de Julián en los sobres: «Para Lucía». Sentí un frío recorrerme la espalda.
No quería leerlas, pero la curiosidad y el dolor pudieron más. Me senté en el suelo, entre camisas viejas y recuerdos, y abrí la primera carta. «Mi querida Lucía…» Así empezaba. Las palabras eran dulces, llenas de nostalgia y deseo. Hablaba de un amor que nunca murió, de recuerdos de juventud en Santa Marta, de promesas hechas bajo la sombra de los almendros junto al mar.
Leí carta tras carta. Algunas eran recientes; otras tenían más de veinte años. En todas, Julián le contaba a Lucía sobre su vida conmigo, sobre nuestros hijos, pero siempre terminaba confesando que ella era su verdadero amor. Sentí rabia, tristeza y una punzada de celos tan intensa que tuve que detenerme para no romper las cartas.
Esa noche no dormí. Me pregunté si alguna vez fui suficiente para él, si alguna vez me amó como yo lo amé a él. Recordé nuestras peleas tontas por el dinero, las tardes viendo telenovelas juntos, los domingos en familia en la finca de sus padres en Antioquia. ¿Todo eso era mentira?
Al día siguiente, Valeria vino a ayudarme con la limpieza. Notó mis ojos hinchados y me preguntó qué me pasaba.
—Mamá, ¿estás bien?
—No lo sé, hija —respondí, sin poder mirarla a los ojos.
Pensé en contarle todo, pero me detuve. ¿Para qué herirla? ¿Para qué destruir la imagen de su padre? Guardé las cartas en mi bolso y fingí que todo estaba bien.
Pero no podía dejar de pensar en Lucía. ¿Quién era ella ahora? ¿Seguiría viva? ¿Sabría que Julián había muerto? La curiosidad me carcomía por dentro. Busqué su nombre en Facebook y después de varios intentos encontré un perfil: Lucía Restrepo. Su foto era la de una mujer mayor, con el cabello blanco recogido en un moño y una sonrisa triste.
Le escribí un mensaje corto: «Hola Lucía, soy Magdalena, la esposa de Julián. Necesito hablar contigo».
Pasaron días sin respuesta. Cada minuto era una tortura. Finalmente, una tarde recibí su respuesta: «Magdalena, lo siento mucho por tu pérdida. Si quieres hablar, aquí estoy».
Nos citamos en una cafetería del centro. Cuando la vi entrar, sentí una mezcla de odio y compasión. Lucía caminaba despacio, apoyada en un bastón. Nos saludamos con un apretón de manos frío.
—¿Por qué? —le pregunté sin rodeos— ¿Por qué siguieron escribiéndose todos estos años?
Lucía bajó la mirada y suspiró.
—Nunca quise hacerte daño. Julián fue mi primer amor… pero él eligió casarse contigo. Yo también hice mi vida, tuve hijos… Pero nunca dejamos de escribirnos. Era nuestra forma de recordar quienes fuimos antes de que la vida nos cambiara.
—¿Se vieron alguna vez después de casados?
—No —respondió ella—. Solo cartas. Solo palabras.
No supe si sentir alivio o más rabia aún. ¿Era peor una traición física o una traición del corazón?
Regresé a casa con más preguntas que respuestas. Esa noche discutí con Tomás por teléfono; él quería vender el apartamento cuanto antes para repartir la herencia.
—¡Solo piensas en el dinero! —le grité— ¿No ves que aquí está toda mi vida?
Colgué llorando. Me sentía sola y traicionada por todos lados.
Pasaron semanas en las que apenas comía o dormía. Soñaba con Julián confesándome su amor por Lucía; despertaba empapada en sudor y lágrimas.
Un día decidí quemar las cartas. Fui al patio trasero con la caja y un encendedor. Pero cuando vi las palabras escritas por Julián —su caligrafía temblorosa al final— no pude hacerlo. Guardé las cartas en una caja nueva y las escondí bajo mi cama.
Poco a poco fui aceptando que nunca conoceremos del todo a quienes amamos. Que todos guardamos secretos, sueños no cumplidos, amores imposibles.
Un domingo invité a Valeria y Tomás a almorzar. Les preparé sancocho como le gustaba a Julián. Mientras comíamos, les hablé del valor del perdón y de la importancia de aceptar las imperfecciones humanas.
No les conté el secreto de Julián; decidí cargar con ese peso sola. Pero aprendí a mirar atrás sin rencor y a recordar los momentos felices sin preguntarme si fueron reales o no.
Hoy miro el retrato de boda colgado en la sala y me pregunto: ¿Cuántas historias caben en un solo corazón? ¿Es posible amar a dos personas al mismo tiempo? ¿Qué harían ustedes si descubrieran un secreto así después de tantos años?