Ellos Comen Manjares, Nosotros Sopa: ¿Dónde Está la Justicia?
—¿Por qué ellos sí y nosotros no? —me pregunté, apretando la cuchara entre los dedos mientras revolvía la sopa aguada que mamá había preparado con lo poco que quedaba en la despensa. El olor a cebolla quemada llenaba la cocina, y el silencio era tan espeso como el caldo que intentábamos llamar cena.
Justo entonces, la puerta principal se abrió de golpe. Mis hermanos mayores, Alejandro y Valeria, entraron riendo, cargando bolsas de papel con el logo dorado del restaurante más caro del barrio. El aroma a carne asada y pan recién horneado inundó la casa, desplazando el humilde olor de nuestra sopa.
—¡Buenas noches! —gritó Valeria, sin mirar a nadie. Alejandro apenas asintió con la cabeza.
—¿Quieren cenar con nosotros? —pregunté, forzando una sonrisa mientras señalaba la mesa donde mi madre, mi hermana menor Lucía y yo compartíamos los últimos trozos de pan duro.
—No, gracias. Ya traemos lo nuestro —respondió Alejandro, y ambos desaparecieron tras la puerta de su cuarto, cerrándola con un portazo que retumbó en mi pecho.
Mamá bajó la mirada y siguió sirviendo sopa. Lucía, con sus ojos grandes y tristes, preguntó en voz baja:
—¿Por qué ellos siempre tienen cosas ricas?
No supe qué responderle. La verdad era que desde que Alejandro consiguió trabajo en la oficina del municipio y Valeria empezó a salir con un muchacho de familia acomodada, las cosas cambiaron en casa. Ya no éramos una familia unida; éramos dos mundos bajo un mismo techo.
Esa noche apenas dormí. Escuchaba risas ahogadas y el tintinear de cubiertos detrás de la puerta cerrada. Imaginé los platos llenos de carne jugosa y postres cremosos mientras mi estómago rugía. Recordé cuando papá estaba vivo y todos compartíamos lo poco o mucho que había. Ahora, la ausencia de papá era un hueco imposible de llenar.
Al día siguiente, mientras barría el patio, escuché a mamá discutir con Alejandro en la cocina.
—No es justo que traigas comida solo para ti y tu hermana —decía mamá con voz temblorosa—. Aquí todos somos familia.
—Yo trabajo para ganarme lo mío —respondió Alejandro, sin levantar la vista del celular—. No puedo mantener a todos.
—No te pido que mantengas a nadie, solo que no olvides quién eres ni de dónde vienes.
Valeria apareció en el umbral, maquillada y perfumada, lista para salir.
—Mamá, no empieces otra vez. Si quieres más dinero, búscate otro trabajo —dijo con desdén.
Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Cómo podían ser tan fríos? ¿Acaso se les había olvidado todo lo que mamá sacrificó por ellos?
Esa tarde, Lucía llegó llorando del colegio. Unos compañeros se burlaron de ella porque llevaba los mismos zapatos rotos desde hacía meses. Mamá intentó consolarla, pero yo sabía que no había dinero para comprarle otros.
Esa noche, cuando Alejandro y Valeria llegaron con más bolsas de comida cara, decidí enfrentarlos.
—¿Por qué no pueden compartir aunque sea un poco? —les reclamé en voz baja para no despertar a mamá—. Somos tus hermanos.
Alejandro me miró como si yo fuera un extraño.
—Cada quien tiene lo que se gana —dijo—. Si quieres algo mejor, trabaja más duro.
Valeria ni siquiera me miró; solo subió el volumen de su música y cerró la puerta en mi cara.
Me senté en el suelo del pasillo, sintiendo una mezcla de tristeza y furia. Recordé las veces que Alejandro me defendió en la escuela o cuando Valeria me enseñaba a bailar cumbia en el patio. ¿En qué momento nos perdimos?
Pasaron los días y la tensión creció. Mamá enfermó del estómago por tanto estrés y mala alimentación. Lucía dejó de hablar en clase por miedo a las burlas. Yo busqué trabajos de medio tiempo para ayudar en casa, pero apenas alcanzaba para tortillas y frijoles.
Una noche escuché a mamá llorar sola en su cuarto. Me acerqué despacio y la abracé.
—No te preocupes, mamá. Algún día todo va a mejorar —le susurré, aunque ni yo mismo lo creía.
El domingo siguiente, mamá preparó un guiso especial con lo poco que teníamos e invitó a todos a comer juntos como antes. Alejandro y Valeria bajaron a regañadientes. Durante la comida reinó un silencio incómodo hasta que mamá rompió a llorar frente a todos.
—¿Por qué nos tratamos como extraños? ¿Por qué hay tanta diferencia entre nosotros? —preguntó entre sollozos.
Alejandro bajó la cabeza avergonzado. Valeria se levantó bruscamente y salió sin decir palabra.
Esa noche entendí que la pobreza no solo es falta de dinero; es también falta de empatía y amor. La desigualdad puede partir una familia en dos si dejamos que el orgullo gane.
Hoy sigo luchando por mantenernos unidos, aunque sea compartiendo una sopa aguada mientras ellos cenan manjares detrás de una puerta cerrada. Pero me pregunto: ¿cuántas familias más viven esta injusticia silenciosa? ¿Cuándo aprenderemos a compartir lo poco o mucho que tenemos?