Vine a decirte que ya no estoy sola: cómo una sospecha destruyó cinco años de amor

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Mariana? —La voz de Julián retumbó en el pequeño departamento, mezclándose con el golpeteo de la lluvia contra las ventanas.

Me quedé parada en la entrada, empapada, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. No era la primera vez que discutíamos por lo mismo, pero esa noche era diferente. Esa noche, yo había venido a decirle la verdad.

—Julián, tenemos que hablar —dije, mi voz temblando más que mis manos.

Él me miró desde el sillón, con los ojos cansados y la barba de tres días. El televisor seguía encendido, mostrando imágenes de un partido de fútbol que ninguno de los dos veía realmente desde hacía meses. Nuestro amor, alguna vez tan intenso como las tormentas de verano en Veracruz —donde nos conocimos—, se había convertido en una rutina gris y predecible.

Cinco años atrás, Julián y yo nos encontramos por casualidad en la playa de Chachalacas. Yo estaba con mis amigas celebrando mi cumpleaños; él jugaba fútbol con sus primos. Recuerdo cómo me lanzó una sonrisa descarada y se acercó para invitarme una cerveza. Esa tarde, entre risas y promesas de futuro, empezó nuestra historia.

Pero la vida en Ciudad de México es otra cosa. El tráfico, el estrés del trabajo —yo como diseñadora gráfica freelance, él como contador en una empresa que lo explotaba—, las cuentas por pagar y la presión de nuestras familias para casarnos y tener hijos. Todo eso fue apagando poco a poco la chispa.

Hace seis meses, Julián empezó a llegar tarde. Decía que era por el trabajo, pero yo sentía que algo no estaba bien. Una noche, encontré un mensaje en su celular: “¿Nos vemos mañana?” de una tal Paola. No decía nada más, pero bastó para sembrar la duda en mi corazón. No le reclamé; solo guardé el dolor y empecé a alejarme.

—¿Otra vez con tus misterios? —insistió Julián esa noche—. Si tienes algo que decirme, dilo de una vez.

Respiré hondo. Sabía que no había marcha atrás.

—Vine a decirte que ya no estoy sola —solté, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Hay alguien más.

El silencio fue absoluto. Ni siquiera la lluvia se atrevió a interrumpirnos. Julián se levantó lentamente, como si le costara trabajo entender lo que acababa de escuchar.

—¿Cómo que hay alguien más? ¿Desde cuándo? —preguntó, su voz rota entre incredulidad y rabia.

No supe qué responderle. ¿Desde cuándo? ¿Desde el mensaje de Paola? ¿Desde que empecé a sentirme invisible en nuestra propia casa?

—No sé… Hace meses que siento que esto ya no funciona —dije al fin—. Intenté hablarlo contigo, pero siempre estabas cansado o distraído.

Julián se pasó las manos por el cabello, desesperado.

—¿Y quién es? ¿Lo conozco?

Negué con la cabeza. No importaba quién era él; lo importante era lo que habíamos perdido nosotros.

—¿Por qué no me dijiste nada antes? —susurró Julián—. ¿Por qué no luchaste por nosotros?

Sentí las lágrimas arderme en los ojos.

—¿Y tú? ¿Tú luchaste? Desde aquel mensaje en tu celular…

Él me interrumpió:

—¡No era nada! Paola es una compañera del trabajo, solo me pidió ayuda con un reporte. Pero claro, tú nunca confiaste en mí…

Me reí amargamente.

—¿Y tú confiaste en mí alguna vez? Siempre dudando si realmente estaba trabajando o si salía con alguien más cuando llegaba tarde…

La discusión subió de tono. Los dos gritamos cosas de las que nos arrepentiríamos después: reproches viejos, heridas nunca cerradas, sueños rotos por la rutina y la desconfianza. Afuera, la tormenta seguía su curso; adentro, nuestro amor se desmoronaba como un castillo de arena bajo la lluvia.

En medio del caos, recordé a mi madre diciéndome: “Mariana, el amor no es suficiente si no hay confianza”. Yo siempre pensé que exageraba; ahora entendía lo cierto de sus palabras.

Julián se dejó caer en el sillón, derrotado.

—¿Te vas a ir?

Asentí en silencio. Tomé mi maleta —la había preparado esa mañana, después de semanas de indecisión— y caminé hacia la puerta. Antes de salir, me detuve y lo miré por última vez.

—Perdón —susurré—. Ojalá algún día podamos perdonarnos por todo esto.

Salí al pasillo y sentí el peso del mundo sobre mis hombros. Afuera, la ciudad seguía viva: vendedores ambulantes bajo paraguas rotos, taxis amarillos esquivando charcos, vecinos peleando por un lugar para estacionarse. La vida continuaba mientras mi mundo se derrumbaba.

Esa noche dormí en casa de mi amiga Lucía. Me abrazó fuerte y me preparó un café con canela como cuando éramos adolescentes y llorábamos por amores imposibles. Le conté todo: mis miedos, mis dudas, el vacío que sentía desde hacía meses.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó Lucía.

No supe qué responderle. ¿Cómo se sigue adelante después de perderlo todo?

Pasaron los días y las semanas. Julián me llamó varias veces; al principio para reclamarme, luego solo para escuchar mi voz. Yo también lo extrañaba: su risa contagiosa, sus abrazos tibios en las madrugadas frías, las películas los domingos por la tarde. Pero sabía que volver sería engañarnos otra vez.

Mi familia no tardó en enterarse. Mi papá me llamó desde Veracruz:

—¿Qué pasó con Julián? Tu mamá está preocupada…

No quise dar detalles. Solo dije que necesitaba tiempo para mí misma. Mi abuela me mandó un mensaje: “Mija, recuerda que primero estás tú”.

Empecé terapia. Descubrí que llevaba años cargando culpas ajenas: el miedo a decepcionar a mis padres, la presión social por casarme antes de los treinta, el terror a estar sola en una ciudad tan grande y fría como esta. Poco a poco aprendí a perdonarme y a entender que merezco algo más que migajas de amor.

Un día cualquiera recibí un mensaje de Julián:

“Mariana: ojalá algún día puedas confiar otra vez en alguien. Yo también lo intentaré”.

No respondí. Solo sonreí tristemente y salí a caminar bajo el sol tímido del invierno capitalino.

Hoy han pasado seis meses desde aquella noche. A veces todavía sueño con Julián y con lo que pudo haber sido nuestra vida juntos si hubiéramos sabido hablar antes de gritar; confiar antes de dudar; amar sin miedo al abandono.

Me pregunto: ¿cuántas historias como la nuestra terminan así? ¿Cuántas parejas se pierden por una sospecha mal entendida o por no atreverse a decir lo que sienten?

¿Será posible volver a confiar después de haberlo perdido todo? ¿O estamos condenados a vivir con el fantasma de lo que no fue?