El día que ayudé a la mujer que destruyó a mi madre

—¡Señora, cuidado! —grité mientras la veía tambalearse al borde de la acera, justo cuando un colectivo aceleraba sin mirar. Corrí y la sujeté del brazo. Ella, una mujer de unos sesenta años, temblaba y murmuraba agradecida.

—Gracias, mijo… pensé que no lo contaba —dijo, con voz ronca y ojos llenos de lágrimas.

No sabía entonces que ese gesto cambiaría mi vida para siempre.

Era una mañana cualquiera en el centro de Quito. Yo iba tarde al trabajo, apurado como siempre, pensando en las cuentas por pagar y en el almuerzo que probablemente sería arroz con huevo otra vez. Mi madre, Rosa, me había llamado temprano para recordarme que no olvidara comprarle sus pastillas para la presión. «No te preocupes, mamá», le dije, aunque sabía que probablemente lo olvidaría.

Después de ayudar a la señora, la acompañé hasta una banca. Me contó que se llamaba Teresa y que vivía sola desde hacía años. Me pidió un café y acepté, más por educación que por ganas. Mientras hablábamos, noté algo en su mirada: una tristeza profunda, como si cargara con un peso imposible de soltar.

—¿Tienes familia? —le pregunté.

—Tuve… pero la vida a veces te arrebata lo que más amas —respondió, mirando al suelo.

No le di más vueltas. Le dejé mi número «por si necesitaba algo» y me fui corriendo al trabajo. Esa noche, le conté a mi madre sobre la señora Teresa mientras cenábamos.

—¿Cómo dices que se llama? —preguntó mi madre, dejando caer la cuchara.

—Teresa… ¿por qué?

Mi madre palideció. Se levantó de la mesa y fue directo a su cuarto. No volvió a salir esa noche.

Al día siguiente, encontré a mi madre llorando en la cocina. Me abrazó fuerte y me susurró: «Hay cosas que no entiendes, hijo. Hay personas que traen desgracia». No quise insistir. Pensé que era otra de sus tristezas habituales desde que papá nos dejó por otra mujer hace años.

Pero algo no me dejaba tranquilo. Decidí llamar a Teresa unos días después para saber cómo estaba. Me invitó a su casa en el barrio La Floresta. Al llegar, vi fotos antiguas en las paredes: una joven Teresa abrazando a un hombre… ¡Era mi padre!

Sentí un frío recorrerme el cuerpo.

—¿Ese es mi papá? —pregunté, casi sin voz.

Teresa bajó la mirada. —Sí… yo fui la otra mujer —confesó.

Me quedé paralizado. Todo el dolor de mi infancia volvió de golpe: las peleas, los gritos de mi madre, las noches en vela esperando a papá. Teresa era la causa de todo eso. La mujer a la que yo había ayudado era la misma que había destruido a mi familia.

—¿Por qué? —le pregunté, con rabia contenida.

—No lo planeé… Tu padre y yo nos conocimos en el hospital donde trabajaba. Él decía que estaba solo, que tu madre no lo entendía… Yo también estaba sola. Nos enamoramos sin querer —dijo Teresa, con lágrimas en los ojos.

Quise gritarle, insultarla, pero solo pude quedarme callado. Salí corriendo de su casa y caminé sin rumbo por horas. Sentía una mezcla de odio y compasión. ¿Cómo podía odiar a una mujer tan frágil? ¿Cómo podía perdonar lo imperdonable?

Esa noche, enfrenté a mi madre.

—¿Por qué nunca me dijiste quién era ella? —le reclamé.

Mi madre suspiró. —Pensé que era mejor así. No quería llenarte de rencor… Pero ahora entiendes por qué nunca pude ser feliz después de tu padre.

Los días siguientes fueron un infierno. No podía dormir ni concentrarme en el trabajo. Teresa me llamaba para pedirme perdón; mi madre lloraba en silencio cada vez que me veía. Sentía que estaba atrapado entre dos mundos: el pasado doloroso de mi madre y la soledad arrepentida de Teresa.

Una tarde, decidí volver a ver a Teresa. Quería entender su versión, aunque me doliera.

—Nunca quise hacerle daño a tu madre —me dijo—. Pero tampoco podía dejar de amar a tu padre. Cuando él se fue, también me dejó sola… Nunca volví a ser feliz.

Vi en sus ojos el mismo dolor que veía en los de mi madre. Dos mujeres destruidas por el mismo hombre, por las mismas mentiras.

Volví a casa y abracé a mi madre como nunca antes. Le pedí perdón por no haber entendido su sufrimiento todos estos años.

Hoy sigo sin saber si puedo perdonar del todo a Teresa o a mi padre. Pero entendí algo: el dolor no desaparece escondiéndolo bajo la alfombra; hay que enfrentarlo para poder seguir adelante.

A veces me pregunto: ¿Qué harían ustedes en mi lugar? ¿Es posible perdonar cuando el daño parece irreparable?