Cuando el amor se convierte en cenizas: La historia de Mariana tras el divorcio

—¿Así que ni siquiera el carro era mío, Andrés? —le grité mientras la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento que ahora era mi único refugio. Él no respondió. Solo bajó la mirada, como si el peso de sus mentiras lo aplastara. Yo, Mariana González, la que siempre creyó en el amor eterno, estaba ahí, rodeada de cajas vacías y recuerdos rotos.

Todo comenzó hace quince años, en una fiesta de cumpleaños en el barrio San Telmo. Andrés llegó con su sonrisa fácil y su acento costeño, y yo caí rendida. «Eres la mujer de mi vida, Mariana», me decía mientras bailábamos cumbia bajo las luces de colores. Mi mamá siempre me advirtió: «No entregues todo, hija. Los hombres cambian cuando menos lo esperas». Pero yo no escuché. ¿Quién escucha cuando está enamorada?

Nos casamos en la iglesia del pueblo, rodeados de familia y amigos. Al principio todo era perfecto: los domingos en casa de mi suegra, los paseos por el malecón, las promesas de un futuro juntos. Pero poco a poco, Andrés empezó a cambiar. Llegaba tarde, olía a perfume ajeno y su celular era un misterio impenetrable.

—¿Por qué no me contestas las llamadas? —le preguntaba cada vez más seguido.
—Estoy trabajando, Mariana. No seas paranoica —me respondía con esa voz fría que me hacía temblar.

La gota que derramó el vaso fue una noche en la que regresó borracho y me llamó por otro nombre. «¡Lucía!», gritó antes de desplomarse en el sofá. Yo me quedé ahí, paralizada, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba.

Al día siguiente, lo enfrenté.
—¿Quién es Lucía?
Él negó todo. Me dijo que estaba cansado, que era una tontería. Pero yo ya no podía ignorar las señales. Empecé a revisar papeles, cuentas bancarias, mensajes escondidos. Descubrí que todo lo que teníamos —la casa, el auto, hasta los muebles— estaba a nombre de él o de su familia.

Cuando le pedí explicaciones, solo dijo:
—Así se hacen las cosas aquí, Mariana. No seas ingenua.

El divorcio fue un infierno. Su madre me llamó «interesada» frente a toda la familia. Mis amigas dejaron de invitarme a sus reuniones porque «no querían problemas». Mi papá me abrazó fuerte y me dijo:
—Hija, aquí tienes tu casa si lo necesitas.
Pero yo no quería volver derrotada al hogar donde crecí. Tenía que demostrarme —y demostrarles— que podía salir adelante sola.

Me quedé con lo puesto y un par de maletas. El departamento donde ahora vivo es pequeño y frío, pero es mío. Las primeras noches lloré hasta quedarme dormida, preguntándome en qué momento perdí mi dignidad. Me sentía vacía, traicionada por el hombre al que le di mis mejores años.

Un día, mientras esperaba el bus para ir al trabajo —porque ni el carro era mío— vi a una mujer mayor vendiendo empanadas en la esquina. Supe que tenía que hacer algo para no dejarme vencer por la tristeza. Empecé a buscar trabajo extra: limpié casas, vendí postres en la oficina, hasta di clases particulares de matemáticas a los hijos de mis vecinas.

Mi mamá venía a verme cada semana con una bolsa de arroz o frijoles. Me decía:
—No estás sola, Mariana. Las mujeres de esta familia siempre hemos salido adelante.

A veces sentía rabia al ver a Andrés paseando con Lucía —sí, existía— en el mismo parque donde solíamos ir juntos. Pero aprendí a no mirar atrás. Un día me encontré con él en la fila del banco.
—¿Cómo estás? —preguntó con esa voz hipócrita.
—Mejor que nunca —le respondí sin titubear.

La vida siguió su curso. Aprendí a disfrutar mi soledad: los domingos leyendo en la cama, las tardes cocinando para mí misma, las noches escuchando música sin miedo a reproches ni discusiones. Poco a poco recuperé mi sonrisa y mis ganas de vivir.

Un año después del divorcio, logré ahorrar lo suficiente para comprar una motito usada. No era el carro último modelo que compartía con Andrés, pero era mía. Sentí una libertad inmensa recorriendo las calles del barrio con el viento en la cara.

Hoy miro por la ventana mientras la lluvia sigue cayendo sobre el techo de zinc y pienso en todo lo que perdí… y en todo lo que gané. Perdí una casa llena de mentiras, pero gané la oportunidad de empezar de nuevo siendo fiel a mí misma.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están pasando por lo mismo en este momento? ¿Cuántas han tenido que reconstruirse desde cero después de una traición? ¿Vale la pena confiar tanto en alguien como para perderse a una misma?

Quizás nunca tenga todas las respuestas, pero hoy sé que mi dignidad no tiene precio y que nadie puede quitármela otra vez.