Entre dos fuegos: Cómo sostuve la mano de mi hermana mientras mi vida se desmoronaba
—No llores, Camila, por favor. No llores más— susurré, apretando su mano con fuerza mientras el eco de sus sollozos llenaba el pequeño cuarto que compartíamos desde niñas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de la casa de mamá en las afueras de San Salvador, como si el cielo también estuviera llorando con nosotras.
Esa noche, todo cambió. Camila llegó con los ojos hinchados, la ropa arrugada y una maleta rota. Su esposo, Mauricio, la había dejado por otra mujer y, peor aún, la había echado de la casa que compartían. Mi hermana menor, la que siempre fue fuerte y alegre, ahora era un mar de lágrimas y desesperanza. Yo, Mariana, tenía 29 años y estaba a punto de casarme con Andrés, el hombre con quien soñaba construir una vida lejos de los problemas que siempre nos rodearon.
Pero esa noche, mientras Camila temblaba entre mis brazos, supe que mis planes tendrían que esperar. Mamá estaba enferma y apenas podía levantarse de la cama. Papá nos había dejado cuando éramos niñas. Éramos solo nosotras tres contra el mundo.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —preguntó Camila, con la voz rota.
No supe qué responderle. Yo también tenía miedo. Andrés me esperaba en la ciudad, con un departamento pequeño pero lleno de promesas. Habíamos ahorrado cada centavo para nuestra boda sencilla pero digna. Pero ¿cómo dejar a mi hermana sola en ese momento?
Los días siguientes fueron una pesadilla. Camila no podía dormir ni comer. Perdió su trabajo porque no podía concentrarse. Yo iba y venía entre la casa de mamá y el trabajo en la panadería del barrio. Andrés empezó a impacientarse.
—Mariana, no puedes cargar con todo el mundo —me dijo una noche por teléfono—. Ya es hora de pensar en ti.
—Es mi hermana, Andrés. No puedo dejarla así— respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Él suspiró al otro lado de la línea.
—¿Y nosotros? ¿Qué va a pasar con nosotros?
No supe qué decirle. Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que elegir? ¿Por qué la vida era tan injusta?
Camila empezó a salir adelante poco a poco, pero cada paso era una batalla. Un día llegó llorando porque Mauricio no le quería dar nada del divorcio. Otro día porque no encontraba trabajo. Yo me convertí en su sostén, su psicóloga, su madre sustituta.
Mamá empeoró. Los médicos dijeron que necesitaba un tratamiento caro para el corazón. El dinero que tenía ahorrado para mi boda desapareció en medicinas y consultas.
Andrés vino a verme un domingo. Se sentó conmigo en el patio mientras mamá dormía y Camila miraba televisión con los ojos perdidos.
—Mariana, te amo —me dijo— pero no puedo seguir esperando eternamente. Si no te vienes conmigo ahora, no sé si podré seguir aquí.
Sentí un nudo en la garganta. Lo miré a los ojos y vi tristeza y cansancio.
—No puedo dejar a mi familia ahora —le dije en voz baja—. Pero tampoco quiero perderte.
Él se levantó y me abrazó fuerte.
—Ojalá pudiera entenderte mejor —susurró— pero yo también tengo límites.
Esa noche lloré en silencio para no despertar a nadie. Me sentí sola, atrapada entre dos fuegos: el deber hacia mi familia y el derecho a buscar mi propia felicidad.
Pasaron los meses. Camila consiguió un trabajo mal pagado en una tienda del centro. Mamá seguía enferma pero resistía como podía. Andrés dejó de llamarme todos los días; nuestras conversaciones se volvieron frías y cortas.
Una tarde, Camila llegó a casa con los ojos brillantes por primera vez en mucho tiempo.
—Me ofrecieron un puesto mejor —me dijo emocionada—. Si todo sale bien, podré ahorrar para rentar un cuartito cerca del trabajo.
Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. ¿Eso significaba que pronto podría irme con Andrés? ¿O ya era demasiado tarde?
Esa noche recibí un mensaje de Andrés: “Necesito hablar contigo”. Nos vimos en una cafetería del centro. Él estaba serio, cansado.
—Mariana, conocí a alguien más —me dijo sin rodeos—. No quería lastimarte, pero no puedo seguir esperando algo que tal vez nunca pase.
Sentí que el mundo se me venía abajo. No lloré frente a él; guardé las lágrimas para cuando estuve sola en el bus de regreso a casa.
Esa noche Camila me abrazó fuerte.
—Perdón por arruinarte la vida —me dijo entre sollozos.
—No digas eso —le respondí—. Somos hermanas. Nos tenemos la una a la otra.
Pero en el fondo sentía rabia, tristeza y una soledad infinita.
Los años pasaron. Mamá murió una mañana lluviosa como aquella primera noche. Camila y yo nos quedamos solas en la casa vieja, sobreviviendo como podíamos. Ella logró independizarse poco a poco; yo seguí trabajando en la panadería, viendo cómo mis sueños se desvanecían uno por uno.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta. Si sacrificar mi felicidad por mi familia valió la pena o si solo aprendí a sobrevivir sin esperar nada para mí misma.
Hoy miro a Camila y veo a una mujer fuerte, agradecida pero marcada por las heridas del pasado. Yo sigo aquí, entre dos fuegos: el amor por mi familia y el vacío de lo que pudo ser mi vida.
¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestros sueños por quienes amamos? ¿Vale la pena perderse a uno mismo por salvar a otros? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?