Entre el amor y el dolor: La decisión que partió mi familia
—¡Mamá, no puedes hacerme esto! —gritó Santiago, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada.
Yo temblaba. Tenía las manos frías y el corazón apretado como nunca antes. Afuera llovía con furia, como si el cielo supiera que esa noche mi familia se estaba rompiendo en mil pedazos. Mi nuera, Mariana, estaba sentada en la sala, abrazando a mi nieta Lucía, que no paraba de llorar. El eco de los gritos de Santiago aún vibraba en las paredes de la casa que construimos con tanto esfuerzo en las afueras de Medellín.
—Santiago, por favor, entiende… —intenté decirle, pero él me interrumpió.
—¡No! ¡Tú siempre la defiendes a ella! ¡Soy tu hijo! —me gritó, y sentí cómo cada palabra era un cuchillo en el pecho.
No era la primera vez que discutían. Desde hace meses, la tensión entre Santiago y Mariana era insoportable. Él llegaba tarde, a veces borracho, y los gritos se escuchaban hasta la calle. Yo intentaba no meterme, pero una madre sabe cuándo algo está mal. La noche anterior, escuché un golpe seco y el llanto ahogado de Mariana. Al entrar al cuarto, vi a mi hijo fuera de sí, y a Mariana encogida en un rincón. Fue ahí cuando supe que no podía seguir callando.
Esa mañana, mientras preparaba café, Mariana se acercó con los ojos hinchados.
—Doña Rosa… ¿puedo hablar con usted? —me dijo en voz baja.
—Claro, hija —le respondí, aunque ya sabía lo que venía.
Me contó todo. Los insultos, los empujones, el miedo constante. Me mostró los moretones en los brazos. Sentí una rabia y una tristeza tan profundas que tuve que sentarme para no caerme. ¿En qué momento mi hijo se había convertido en ese hombre?
Cuando Santiago llegó esa noche, lo esperé en la sala. Le pedí que se sentara. Le hablé con el corazón en la mano.
—Hijo… tienes que irte. No puedo permitir que sigas lastimando a Mariana ni a Lucía. Esta es mi casa y aquí no hay espacio para la violencia.
Él me miró como si no entendiera nada. Luego vino la rabia, los gritos, las lágrimas. Me insultó, me llamó traidora. Mariana y Lucía se abrazaban en silencio. Yo solo podía llorar por dentro.
Esa noche Santiago se fue dando un portazo tan fuerte que pensé que la puerta se caería. El silencio que quedó después fue peor que cualquier grito.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi hermana Gloria me llamó para decirme que era una desalmada.
—¿Cómo vas a echar a tu propio hijo? ¡La familia es lo primero! —me reclamó.
Pero yo no podía mirar a Mariana ni a Lucía a los ojos si permitía que siguieran sufriendo bajo mi techo. Mi esposo murió hace años; desde entonces he sido madre y padre para Santiago. Lo crié con todo el amor del mundo, trabajando doble turno en la panadería del barrio para darle lo mejor. Pero algo falló en el camino. ¿Fue culpa mía? ¿Pude haber hecho algo diferente?
Mariana intentó irse varias veces, pero le pedí que se quedara hasta encontrar un lugar seguro para ella y Lucía. La ayudé a buscar trabajo limpiando casas y vendiendo arepas en la esquina. Poco a poco fue recuperando la sonrisa, aunque sus ojos seguían tristes.
Un día, mientras jugaba con Lucía en el patio, Mariana me abrazó fuerte.
—Gracias, doña Rosa. Usted es más madre para mí de lo que fue la mía —me dijo entre lágrimas.
Sentí un calorcito en el pecho, pero también una culpa enorme por haber perdido a mi hijo. ¿Dónde estaría? ¿Comería bien? ¿Seguiría bebiendo? A veces llamaba a su celular solo para escuchar su voz en el buzón.
La familia se dividió. Mi hermano Ernesto dejó de hablarme; dice que traicioné la sangre. Mis vecinas me miran raro cuando voy al mercado. Algunas me felicitan en secreto; otras cuchichean a mis espaldas.
Una tarde lluviosa como aquella noche fatídica, Santiago apareció en la puerta. Estaba flaco y ojeroso.
—Mamá… —susurró—. ¿Puedo entrar?
Mi corazón latió tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho.
—Claro, hijo —le dije con voz temblorosa.
Entró y se sentó en la mesa como cuando era niño. No miró a Mariana ni a Lucía; solo bajó la cabeza.
—Perdóneme… No sé qué me pasó —dijo entre sollozos—. Perdí todo… hasta usted.
Me acerqué y lo abracé fuerte. Lloramos juntos largo rato. Mariana se quedó en silencio; Lucía se escondió detrás de su mamá.
—Tienes que buscar ayuda, hijo —le dije—. Si quieres volver a ser parte de esta familia, tienes que cambiar.
Él asintió y se fue sin decir más. Desde entonces viene de vez en cuando; está yendo a terapia con un psicólogo del centro comunitario. No sé si algún día podré perdonarlo del todo ni si Mariana podrá confiar en él otra vez. Pero al menos ya no tengo miedo cada vez que escucho una puerta cerrarse fuerte.
Hoy la casa está más tranquila, pero el vacío sigue ahí. A veces me despierto pensando si hice lo correcto o si condené a mi hijo al abandono por proteger a quienes también amo como hijas propias.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es posible sanar una familia rota sin perderse una misma? Ojalá alguien allá afuera tenga respuestas… porque yo todavía las busco cada noche antes de dormir.