Puertas Cerradas: La Vida de Mariana Entre Chismes y Matrimonios Forzados

—¡Mariana, abre la puerta! ¡Sé que estás ahí!— gritó mi suegra, Doña Guadalupe, golpeando con fuerza la madera vieja de la entrada. El eco de sus nudillos retumbó por toda la casa, mezclándose con el murmullo de las vecinas que, como cada tarde, se reunían frente a la tienda de Don Chucho para comentar la vida ajena.

Me quedé inmóvil, con la mano temblorosa sobre el picaporte. Por un instante, deseé tener el valor de cerrar la puerta en su cara y gritarle que me dejara en paz. Pero aquí, en San Rafael, un pueblo perdido entre cañaverales y rumores, nadie se atreve a desafiar a una suegra como la mía.

—¡Mariana!— insistió, ahora más fuerte. —No te hagas la dormida. Ya vi que apagaste la luz del pasillo.

Respiré hondo y abrí. Doña Guadalupe entró como si fuera su casa, olfateando el aire como si buscara pruebas de algún pecado. Detrás de ella venía mi cuñada, Lucía, con esa sonrisa torcida que siempre me hace sentir menos.

—¿Y Julián?— preguntó mi suegra, sin saludar siquiera.

—Salió a buscar trabajo en el rancho de Don Ernesto— respondí, bajando la mirada.

—¿Otra vez? ¿Y tú aquí sola?— bufó Lucía. —Ya deberías estar pensando en el segundo hijo, no en dejar que tu marido ande por ahí como alma en pena.

Sentí una punzada en el pecho. Desde que Julián perdió su empleo en la fábrica de azúcar, todo el pueblo se ha encargado de recordarnos nuestra mala suerte. Pero lo peor no es eso: lo peor es la insistencia de mi suegra en buscarme pretendientes «mejores», como si mi matrimonio fuera un error que ella aún puede corregir.

—Mira, Mariana— empezó Doña Guadalupe, bajando la voz pero no el tono de reproche —, te lo digo por tu bien. Julián es buen hombre, pero no tiene futuro. Tú eres joven todavía. Mi comadre Rosa tiene un sobrino en Xalapa, ingeniero y sin compromiso. Piensa en tu hijo, piensa en ti.

La rabia me subió a la garganta como un grito ahogado. ¿Cómo podía sugerir algo así? ¿Cambiar a Julián por otro hombre solo porque ahora no tenemos dinero? ¿Acaso mi valor depende de lo que diga el pueblo?

—No voy a dejar a Julián— respondí, tratando de sonar firme. —Él es mi esposo y lo amo.

Lucía soltó una risita burlona. —El amor no da de comer, hermana.

Las palabras me dolieron más de lo que quería admitir. Cerré los ojos por un segundo y recordé los días felices con Julián: las caminatas al río, las noches bajo las estrellas soñando con una vida mejor para nuestro hijo Emiliano. Pero esos recuerdos se sentían lejanos ahora, ahogados por las voces de quienes creen saber lo que es mejor para mí.

Cuando finalmente se fueron, me desplomé en la silla del comedor. Emiliano jugaba en el patio con una pelota vieja, ajeno a todo. Me pregunté si algún día entendería por qué su madre lloraba en silencio mientras todos esperaban que fuera fuerte.

Esa noche, cuando Julián regresó cubierto de polvo y cansancio, le conté lo sucedido. Se quedó callado mucho tiempo antes de hablar.

—No les hagas caso, Mari. La gente siempre va a hablar. Lo importante es que estamos juntos.

Pero yo sabía que no era tan fácil. Cada día sentía el peso del pueblo sobre mis hombros: las miradas curiosas en la iglesia, los susurros cuando pasaba por la plaza, las «casualidades» con las que las vecinas me presentaban a sus primos solteros.

Un domingo, durante la comida familiar, Doña Guadalupe volvió al ataque frente a todos:

—Mariana, deberías pensar en el futuro de Emiliano. Si Julián no puede mantenerlos…

Julián apretó los puños bajo la mesa. Yo sentí cómo me ardían las mejillas.

—¡Ya basta!— grité sin poder contenerme. —¡No soy mercancía para andar cambiando de dueño! ¡Y tampoco soy menos mujer por no tener dinero o por no querer otro marido!

El silencio fue tan denso que hasta los perros dejaron de ladrar afuera. Mi suegra me miró como si hubiera blasfemado. Lucía se levantó indignada y mi suegro Don Rogelio bajó la cabeza avergonzado.

Esa noche Julián y yo discutimos. Él decía que debía ser más prudente, que no podía enfrentarme así a su madre porque eso solo traería más problemas.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me quede callada mientras deciden mi vida por mí?— le reclamé entre lágrimas.

Él no supo qué responderme. Por primera vez sentí que estábamos solos contra el mundo.

Los días siguientes fueron peores: nadie me hablaba en la tienda; las vecinas cruzaban la calle para evitar saludarme; hasta el padre Tomás me miraba con desaprobación desde el altar los domingos.

Una tarde encontré a Emiliano llorando porque un niño le había dicho que su mamá era «mala» por gritarle a su abuela.

Me arrodillé frente a él y lo abracé fuerte.

—Hijo, nunca permitas que nadie te diga quién debes ser o cómo debes vivir tu vida. Ni siquiera yo.

Esa noche tomé una decisión: buscaría trabajo aunque fuera limpiando casas o vendiendo empanadas en el mercado. No iba a permitir que nadie más decidiera por mí ni por mi familia.

Empecé poco a poco: primero ayudando a Doña Petra con sus costuras; luego vendiendo tamales los sábados en la plaza; después limpiando oficinas en el pueblo vecino. Al principio todos murmuraban más fuerte: «Mira nada más, la nuera de Guadalupe trabajando como sirvienta». Pero pronto algunas mujeres comenzaron a acercarse para pedirme consejos o para ofrecerme ayuda.

Un día recibí una carta anónima bajo la puerta: «Eres valiente. No te rindas».

Lloré al leerla porque entendí que no estaba sola; que otras mujeres también sufrían bajo el peso del qué dirán y los matrimonios impuestos por la costumbre o la necesidad.

Con el tiempo Julián consiguió trabajo estable y juntos logramos ahorrar para comprar una casita lejos de la casa de su madre. Emiliano creció viendo a sus padres luchar codo a codo y aprendió que el amor propio vale más que cualquier opinión ajena.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas detrás de puertas cerradas por miedo al escándalo o al rechazo? ¿Cuándo aprenderemos a vivir para nosotras mismas y no para los demás?