A la sombra de mi suegra: Entre cuatro paredes en Ciudad de México
—¡No, Mariana! Así no se hace el arroz, te lo he dicho mil veces. —La voz de doña Carmen retumba en la cocina diminuta, mientras yo, cuchara en mano, intento no dejar caer una lágrima sobre la olla hirviendo.
Respiro hondo. No quiero discutir, no otra vez. Pero mis manos tiemblan y el vapor me nubla los lentes. Mi esposo, Daniel, está en la sala, fingiendo que lee el periódico, aunque sé que escucha cada palabra. Aquí, entre las paredes descascaradas de nuestro departamento en Iztapalapa, no hay secretos: todo se escucha, todo se siente.
—Perdón, doña Carmen —murmuro—. Ya casi termino.
Ella resopla y se cruza de brazos. —Si me hubieras hecho caso desde el principio, ya estaríamos comiendo. Pero claro, tú siempre quieres hacer las cosas a tu modo.
Me muerdo el labio. ¿A mi modo? ¿Cuándo fue la última vez que hice algo a mi modo? Desde que Daniel y yo nos casamos y nos mudamos aquí, su madre ha sido una presencia constante: en la cocina, en la sala, incluso en nuestra habitación cuando olvida tocar la puerta. «Es por tu bien», dice siempre. «Así aprendí yo, así aprendió mi madre».
Pero yo no soy ella. Yo soy Mariana Torres, hija de una costurera de Nezahualcóyotl y un chofer de microbús que apenas nos alcanzaba para el mandado. Soñaba con ser maestra, tener mi propio espacio, decidir qué cortinas poner o qué música escuchar los domingos. Pero aquí, entre estas paredes, hasta el color de las servilletas lo decide doña Carmen.
Esa noche, después de cenar en silencio —arroz pegajoso y pollo recalentado—, Daniel se acerca a mí mientras lavo los platos.
—No te lo tomes tan a pecho —me susurra—. Mi mamá es así con todos.
—¿Y tú? ¿No te molesta? —le pregunto sin mirarlo.
Él suspira y se encoge de hombros. —Es su casa…
Ahí está el problema. No importa que paguemos la mitad de la renta o que yo limpie el baño cada sábado; para doña Carmen, este es su reino y nosotros apenas sus súbditos.
Los días pasan entre rutinas y pequeñas batallas: si dejo la ventana abierta, si pongo demasiada sal al guisado, si me atrevo a ver una novela a las ocho cuando ella quiere ver su noticiero. A veces me encierro en el baño solo para respirar hondo y recordar quién soy.
Un domingo por la tarde, mientras Daniel sale a jugar fútbol con sus amigos del barrio, me encuentro sola con doña Carmen. Ella cose un botón en su bata y me observa de reojo.
—¿Y tus papás? Hace mucho que no los visitas —dice de pronto.
—No he tenido tiempo… —respondo, aunque sé que no le gusta que vaya a Neza porque «allá está muy feo».
—Pues deberías ir más seguido. No vaya a ser que luego digan que yo te tengo aquí como sirvienta.
Me trago la rabia. ¿Sirvienta? A veces siento que sí lo soy: cocino, limpio, obedezco órdenes… ¿Dónde quedó Mariana?
Esa noche sueño con mi infancia: mi mamá riendo mientras cose vestidos para las vecinas; mi papá llegando cansado pero feliz porque traía pan dulce para el desayuno. Éramos pobres pero libres. Aquí tengo techo y comida, pero me siento prisionera.
Un jueves cualquiera, recibo una llamada de mi hermana menor:
—Mari, ¿puedes venir el sábado? Mamá está enferma y no quiere ir al doctor sola.
Le prometo que iré. Cuando le aviso a Daniel esa noche, él asiente distraído.
—¿Y ya le dijiste a mi mamá?
—No necesito pedirle permiso —respondo más fuerte de lo que pretendía.
Él me mira sorprendido. —No te enojes… sólo digo que le avises para que no se preocupe.
Al día siguiente, durante el desayuno, reúno valor:
—Doña Carmen, este sábado voy a Neza a ver a mi mamá. Está enferma y necesita ayuda.
Ella deja caer la cuchara con estrépito. —¿Y quién va a hacer la comida? ¿Quién va a limpiar?
—Daniel puede ayudarle —respondo temblando.
Ella me mira como si hubiera dicho una herejía. —¿Tu marido limpiando? ¡Por favor! Eso nunca se ha visto en esta casa.
—Pues ya es hora de que cambien las cosas —digo bajito, pero lo suficientemente fuerte para que me escuche.
El silencio es tan denso que casi puedo cortarlo con el cuchillo del pan. Me levanto y salgo al trabajo con el corazón acelerado.
El sábado llego a Neza temprano. Mi mamá está pálida pero sonríe al verme. Mi hermana prepara café y hablamos largo rato sobre la vida, sobre los sueños que tuvimos y los que aún nos quedan. Me siento viva otra vez; aquí nadie me dice cómo debo ser.
Cuando regreso esa noche al departamento, encuentro a Daniel lavando los trastes mientras doña Carmen refunfuña en la sala. Me mira con reproche pero no dice nada. Por primera vez en mucho tiempo siento que he ganado una pequeña batalla.
Los días siguientes son distintos. Daniel empieza a ayudar más en casa; doña Carmen protesta pero poco a poco cede terreno. Yo empiezo a tomar decisiones pequeñas: compro flores para la mesa, cambio las cortinas del baño por unas amarillas que me recuerdan el sol de mi infancia.
Pero la paz es frágil. Un día llego temprano del trabajo y escucho a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:
—Esta muchacha ya no es la misma. Se le está subiendo…
Me duele oírlo pero no me escondo más. Entro a la sala y la miro directo a los ojos.
—Doña Carmen, yo la respeto mucho pero también merezco respeto. No soy su hija ni su sirvienta; soy la esposa de Daniel y quiero construir mi propia familia aquí.
Ella guarda silencio largo rato. Al final asiente con la cabeza y dice:
—Está bien, Mariana… veremos cómo nos va así.
No es una victoria total pero es un comienzo. Aprendo a poner límites sin sentirme culpable; Daniel aprende a escucharme más; doña Carmen aprende —a su manera— a soltar un poco el control.
A veces me pregunto si algún día podré tener mi propio hogar lejos de aquí; si podré ser completamente libre o si siempre tendré que negociar mi espacio entre las expectativas ajenas y mis propios sueños.
¿Ustedes han sentido alguna vez que viven bajo la sombra de alguien más? ¿Cómo han encontrado su voz entre tantas voces ajenas?