El eco de mi voz entre las paredes de la secundaria
—¡¿Quién te crees para venir vestida así?! —La voz de Camila retumbó en el pasillo, justo cuando entraba al salón con mis jeans gastados y mi mochila parchada con cinta adhesiva. Sentí las miradas clavarse en mi espalda como agujas. El eco de sus risas llenó el aire, pero yo seguí caminando, apretando los labios para no dejar escapar las lágrimas.
En el Colegio San Ignacio de Loyola, uno de los más exclusivos de Lima, la marca de tus zapatos decía más que tus palabras. Mi mamá limpiaba casas en Miraflores y yo estaba ahí solo porque había ganado una beca. Cada día era una batalla: los chismes, las miradas, los susurros. Pero esa mañana, mientras me sentaba en la última fila, algo dentro de mí se rompió y se encendió al mismo tiempo.
La profesora de música, la señora Valeria, entró con su energía habitual. —Hoy vamos a hacer algo diferente —anunció—. Quiero que cada uno cante un fragmento de su canción favorita. No importa si no tienen buena voz, lo importante es atreverse.
Sentí un nudo en la garganta. Sabía que si abría la boca, todos se burlarían. Pero cuando llegó mi turno, la señora Valeria me miró directo a los ojos y dijo: —Mariana, ¿te animas?
Me levanté temblando. El salón estaba en silencio, expectante. Cerré los ojos y empecé a cantar «Alfonsina y el mar». Al principio mi voz era apenas un susurro, pero poco a poco fue creciendo, llenando el aula. Cuando terminé, nadie se atrevió a reírse. Incluso Camila me miraba boquiabierta.
Ese día cambió algo. Por primera vez sentí que tenía un lugar, aunque fuera pequeño. Pero la calma duró poco. Al salir del colegio, vi a mi mamá esperándome en la esquina, con su uniforme de trabajo y una sonrisa cansada. —¿Cómo te fue hoy? —preguntó mientras caminábamos hacia el paradero.
—Canté delante de todos —le dije—. Y creo que les gustó.
Ella me abrazó fuerte. —Nunca dejes que nadie te haga sentir menos, hija.
Pero al día siguiente, los rumores ya corrían por los pasillos. «¿Viste cómo cantó la becada? Seguro quiere llamar la atención para que le den más limosna». Camila y su grupo no tardaron en volver a su rutina: esconderme los cuadernos, ponerme apodos, inventar historias sobre mi familia.
Una tarde, mientras esperaba a mi mamá en la biblioteca, escuché a dos profesoras hablar:
—Esa chica Mariana tiene talento —decía una—. Pero aquí nunca la van a dejar brillar con esa actitud de las otras alumnas.
—Es una lástima —respondió la otra—. A veces pienso que este colegio no es para todos.
Me fui a casa con el corazón apretado. ¿De verdad no pertenecía ahí? ¿Todo mi esfuerzo era inútil?
En casa, las cosas tampoco eran fáciles. Mi papá había perdido el trabajo hacía meses y cada vez discutía más con mi mamá por dinero. Yo trataba de ayudar vendiendo pulseras hechas a mano entre las vecinas del barrio, pero apenas alcanzaba para el pan.
Una noche, mientras cenábamos arroz con huevo por tercera vez en la semana, mi papá explotó:
—¿Para qué te matas estudiando en ese colegio de ricos? ¡Nunca vas a ser como ellos!
Mi mamá lo miró con rabia contenida:
—Déjala soñar, Juan. Es lo único que nos queda.
Me fui a dormir con lágrimas en los ojos y una pregunta clavada en el pecho: ¿De verdad valía la pena seguir luchando?
La respuesta llegó semanas después, cuando la profesora Valeria me llamó aparte:
—Mariana, hay un concurso nacional de canto para estudiantes de secundaria. Quiero que representes al colegio.
No podía creerlo. Yo, la becada invisible, iba a representar al San Ignacio de Loyola.
El día del concurso llegó rápido. Mi mamá me prestó su mejor blusa y planchó mis jeans hasta dejarlos impecables. Antes de salir me abrazó:
—Pase lo que pase, ya eres nuestra campeona.
En el teatro había chicos de colegios privados y públicos de todo Lima. Cuando subí al escenario sentí las piernas temblar, pero recordé las palabras de mi mamá y canté como si fuera la última vez.
Al terminar, el aplauso fue tan fuerte que por un momento olvidé todo el dolor acumulado. No gané el primer lugar, pero obtuve una mención honrosa y una beca para clases particulares de canto.
Al volver al colegio, algunos me felicitaban tímidamente; otros seguían ignorándome o murmurando a mis espaldas. Camila se me acercó en el recreo:
—No creas que porque cantas bonito vas a ser una de nosotras.
La miré directo a los ojos:
—No quiero ser como ustedes. Solo quiero ser yo misma.
Ese día entendí que nunca iba a encajar del todo en ese mundo de apariencias y privilegios. Pero también supe que mi voz tenía poder; podía abrir puertas y romper prejuicios.
Hoy sigo luchando por mis sueños y ayudando a mi familia como puedo. A veces me pregunto si algún día dejarán de juzgarme por cómo visto o de dónde vengo. Pero mientras tanto, sigo cantando fuerte para que nadie pueda silenciarme jamás.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que el dinero decida quién merece ser escuchado? ¿Cuántos talentos se pierden cada día por culpa del prejuicio? ¿Y tú, te atreverías a levantar la voz aunque todos te digan que no perteneces?