La fiesta de la oficina y el silencio de Julián: Cuando la familia pesa más que el amor propio

—¿Y entonces, Mariana? ¿Otra vez vas a ir sola a esa fiesta de tu trabajo? —La voz de mi suegra, doña Carmen, retumba en el comedor como si fuera un trueno. El cuchillo de Julián se detiene a medio camino sobre el pollo asado. Mi cuñada Valeria baja la mirada y juega con la servilleta. Yo respiro hondo, sintiendo cómo la tensión se espesa en el aire bogotano de ese domingo lluvioso.

—Es solo una fiesta, mamá —responde Julián, sin mirarme—. Ya le dije a Mariana que no me siento cómodo yendo.

—¿Y por qué no insistes tú, Julián? —insiste doña Carmen, mirándolo con esos ojos que no aceptan excusas—. ¿No ves que la gente va a hablar? Que van a pensar que algo anda mal entre ustedes.

Me arde la garganta. No es la primera vez que mi suegra mete las narices en nuestra relación, pero hoy siento que no tengo fuerzas para pelear. La semana ha sido un infierno: discusiones por tonterías, silencios eternos en la cama, mensajes sin responder. Y ahora esto. Una fiesta de oficina que se convierte en el campo de batalla de todo lo que no decimos.

—No me importa lo que piense la gente —digo al fin, tratando de sonar firme—. Es mi trabajo, mis compañeros. Julián no tiene por qué ir si no quiere.

Doña Carmen chasquea la lengua y mira a Valeria como buscando apoyo. Mi suegro, don Ernesto, ni se inmuta; sigue cortando su arepa como si nada pasara.

—Mira, Mariana —dice mi suegra con voz más suave pero igual de cortante—. Cuando yo era joven, tu suegro me acompañaba a todas partes. Así es como se cuida un matrimonio.

Julián aprieta los labios. Sé que odia esas comparaciones tanto como yo. Pero él nunca le responde a su mamá. Nunca.

La conversación deriva hacia otros temas: el precio del arroz, el tráfico en la Séptima, el nuevo novio de Valeria. Pero yo ya no escucho. Estoy atrapada en mi propio torbellino de pensamientos.

¿Por qué me molesta tanto esto? ¿Por qué siento que si Julián no va conmigo a esa fiesta es porque ya no le importo? ¿O será que yo tampoco quiero que él vaya, porque temo lo que pueda ver? Mis compañeros del banco son otra familia para mí; con ellos me río, me siento viva. Con Julián últimamente solo comparto silencios y reproches.

Esa noche, al llegar al apartamento, Julián se encierra en el estudio sin decir palabra. Yo me sirvo una copa de vino y me siento en el balcón a mirar las luces lejanas de Chapinero. Recuerdo cuando recién nos casamos y soñábamos con viajar por Sudamérica, con tener hijos, con montar nuestro propio negocio. Ahora apenas hablamos del día a día: quién compra el mercado, quién paga la factura del gas.

Al día siguiente en la oficina, mis amigas me preguntan si Julián irá a la fiesta. Me invento una excusa: que está enfermo, que tiene mucho trabajo. Nadie parece creerme del todo. Me siento expuesta, como si todos pudieran ver las grietas de mi matrimonio.

La noche de la fiesta llega y decido ponerme el vestido rojo que tanto le gustaba a Julián cuando éramos novios. Me miro al espejo y casi no me reconozco: hay ojeras bajo mis ojos y una tristeza sorda en mi sonrisa. Antes de salir, Julián aparece en la puerta del cuarto.

—¿Vas a ir así nada más? —pregunta, sin mirarme directamente.

—Sí —respondo—. No tengo por qué quedarme si tú no quieres ir.

Él asiente y se va sin decir nada más. Siento ganas de llorar pero me obligo a mantenerme firme. Tomo un taxi y durante el trayecto pienso en todas las veces que he cedido para evitar conflictos: con Julián, con su mamá, con mi propia familia. Siempre tratando de ser la esposa perfecta, la nuera ejemplar, la empleada responsable.

La fiesta está llena de risas y música vallenata. Mis compañeros bailan, brindan, se abrazan como si fueran hermanos. Yo sonrío y converso, pero por dentro siento un vacío enorme. Cuando llega el momento del brindis, mi jefe menciona lo importante que es tener apoyo en casa para poder crecer profesionalmente. Siento todas las miradas sobre mí.

Al volver al apartamento pasada la medianoche, encuentro a Julián dormido en el sofá con la televisión encendida. Me siento junto a él y lo observo dormir: parece tan vulnerable, tan distinto al hombre distante de los últimos meses.

Al día siguiente, durante el desayuno, Julián rompe el silencio:

—Mi mamá tiene razón en algo —dice sin mirarme—. Nos estamos alejando y yo no sé cómo arreglarlo.

Me quedo callada unos segundos antes de responder:

—No es solo tu culpa ni solo la mía. Pero tampoco podemos seguir fingiendo que todo está bien solo para complacer a los demás.

Él asiente y por primera vez en mucho tiempo siento que estamos hablando de verdad.

Esa tarde salimos a caminar bajo la lluvia por el parque Simón Bolívar. No resolvemos todos nuestros problemas pero al menos dejamos de ignorarlos. Hablamos de lo que nos duele, de lo que extrañamos del otro, de lo que tememos perder.

A veces pienso que las familias en Colombia —y en toda Latinoamérica— nos enseñan a callar para evitar conflictos, a poner la apariencia por encima del bienestar propio. Pero ¿hasta cuándo podemos vivir así sin rompernos por dentro?

¿De verdad vale la pena sacrificar nuestra felicidad solo para cumplir con lo que esperan los demás? ¿Cuántas veces hemos dejado de ser nosotros mismos por miedo al qué dirán?