Entre el amor y el silencio: La abuela que no pudo callar

—¡Luisito, no corras con ese vaso lleno! —grité desde la sala, pero ya era tarde. El jugo de naranja se estrelló contra la alfombra nueva, y Cora, su hermana menor, soltó una carcajada tan aguda que me hizo temblar los nervios. Era la tercera vez esa tarde que algo así pasaba, y yo sentía cómo la paciencia se me escurría entre los dedos como agua tibia.

Génesis apareció en la puerta de la cocina, con su sonrisa tranquila y ese tono suave que siempre usa, como si nada pudiera alterarla.

—No te preocupes, mamá Rosa —me dijo—. Son niños, así aprenden.

Pero yo no podía quedarme callada. No después de ver cómo mis nietos, a quienes amo con todo mi ser, se convertían en pequeños tiranos cada vez que alguien intentaba ponerles un límite.

—Génesis, no es normal que griten así todo el día. ¿No crees que deberías ser un poco más firme?

Ella suspiró y se agachó junto a Luisito para ayudarlo a limpiar el desastre.

—Prefiero que sean libres y felices —respondió—. No quiero que crezcan con miedo o sintiéndose reprimidos.

Me mordí la lengua. ¿Libres? ¿Felices? ¿O simplemente malcriados? En mi época, en nuestro barrio de San Miguelito, en Panamá, los niños respetaban a los mayores. Bastaba una mirada de mi madre para que yo supiera que debía comportarme. Pero aquí, en este departamento pequeño de Ciudad de México donde ahora viven mi hijo Andrés y su familia, las reglas parecían haberse evaporado junto con las viejas costumbres.

Andrés llegó del trabajo esa noche y me encontró sentada en la sala, con la mirada perdida en el televisor apagado. Se sentó a mi lado y me tomó la mano.

—Mamá, sé que te cuesta entenderlo, pero Génesis y yo hemos decidido criar a los niños así. Queremos que sean auténticos.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Acaso ser auténtico significaba no tener límites? ¿No aprender a respetar?

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces al baño solo para escuchar los ronquidos suaves de mis nietos y el murmullo de Génesis hablando por teléfono con su hermana en Honduras. Pensé en mi propia infancia: las tardes jugando en la calle, pero siempre sabiendo que al caer la noche debía estar en casa; los castigos cuando desobedecía; el respeto casi sagrado por mis abuelos.

Al día siguiente, intenté acercarme a Luisito mientras jugaba con su tablet.

—¿Quieres que te lea un cuento? —le pregunté.

Él ni siquiera levantó la vista.

—No, abuela. Estoy jugando. Mamá dice que puedo usar la tablet todo lo que quiera hoy porque es sábado.

Me sentí invisible. Como si mi papel en esta familia se hubiera reducido a ser una espectadora incómoda de una obra que no entiendo ni comparto.

Durante el almuerzo, Cora tiró su plato al suelo porque no quería comer verduras. Génesis simplemente recogió los pedazos y le sirvió arroz con plátano frito, su comida favorita.

—No hay que obligarla —me dijo sin mirarme—. Comerá cuando tenga hambre.

No pude más. Me levanté de la mesa y salí al balcón a llorar en silencio. ¿En qué momento perdimos el rumbo? ¿Cuándo se volvió pecado corregir a un niño?

Esa tarde llamé a mi hermana Lucía en Panamá. Ella me escuchó sin interrumpirme mientras le contaba todo: los gritos, el desorden, mi impotencia.

—Rosa —me dijo finalmente—, los tiempos han cambiado. Pero tú tienes derecho a sentir lo que sientes. Solo no pierdas el amor por tus nietos ni por tu nuera. A veces, solo podemos acompañar desde el cariño.

Colgué sintiéndome un poco más ligera, pero igual de perdida.

Pasaron las semanas y cada visita era igual: caos, risas desbordadas, reglas flexibles hasta desaparecer. Un día, Luisito empujó a otro niño en el parque porque no quería prestarle su pelota. Génesis lo abrazó y le dijo que estaba bien defender lo suyo.

Esa noche hablé con Andrés a solas.

—Hijo, tienes que entenderme. Yo crecí con otras reglas. No quiero que mis nietos sufran cuando salgan al mundo real y descubran que no todo es como mamá dice.

Él me miró con ternura y tristeza.

—Mamá, te prometo que estamos haciendo lo mejor que podemos. Pero también necesitamos tu apoyo, no solo tus críticas.

Me sentí herida y culpable al mismo tiempo. ¿Estaba siendo injusta? ¿O simplemente veía algo que ellos no querían ver?

Un domingo por la tarde, mientras jugábamos lotería en familia, Cora se acercó y me abrazó fuerte.

—Te quiero mucho, abuela —susurró—. Me gusta cuando vienes porque me cuentas historias bonitas.

En ese momento entendí algo: tal vez no puedo cambiar la manera en que Génesis cría a sus hijos. Tal vez mi papel ahora es otro: ser refugio, ser memoria viva de otras formas de amar y educar.

Pero sigo preguntándome cada noche: ¿Estoy fallando como abuela por no intervenir más? ¿O es este el precio de amar sin condiciones? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?