Empaqué sus cosas y lo eché: Mi sueño de divorcio me convirtió en la villana de la familia
—¿Así que esto es lo que quieres? ¿Destruir a tu familia?— gritó mi hija Lucía desde la puerta, con los ojos llenos de lágrimas y rabia. Yo sostenía la maleta de Ernesto, mi esposo, temblando, mientras él me miraba con una mezcla de incredulidad y desprecio. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, como si el cielo también llorara por nosotros.
No sé en qué momento exacto empecé a soñar con el divorcio. Tal vez fue la noche en que Ernesto llegó borracho y tiró el plato de comida que le preparé, diciendo que estaba frío. O quizás fue cuando mi hijo menor, Daniel, me preguntó por qué siempre estaba triste. Lo cierto es que durante años fui invisible en mi propia casa, una sombra que cocinaba, limpiaba y sonreía para no incomodar a nadie.
Mi nombre es Mariana Gómez. Nací en un pequeño pueblo de Veracruz, donde aprendí desde niña que una mujer debe aguantar. «El matrimonio es para siempre», decía mi abuela mientras tejía en el corredor. «Uno se casa para toda la vida, aunque duela». Y yo lo creí. Me casé con Ernesto a los diecinueve años, embarazada y asustada, pero convencida de que el amor todo lo podía.
Pero el amor no pudo con los gritos, ni con las humillaciones, ni con las infidelidades que todos sabían pero nadie mencionaba. Mis amigas del barrio me decían: «Así son los hombres, Mariana. Mejor hazte la tonta». Y yo me hice la tonta durante décadas, hasta que un día ya no pude más.
Esa mañana desperté antes que todos. Caminé descalza por la casa, sintiendo el frío del piso en los pies. Miré las fotos familiares en la pared: Ernesto abrazando a Lucía en su graduación; Daniel jugando fútbol en el patio; yo, siempre al fondo, sonriendo con los labios apretados. Me pregunté si alguna vez había sido feliz o si solo había aprendido a fingirlo.
Cuando Ernesto llegó esa noche, le esperé sentada en la sala. —Tenemos que hablar— le dije, tratando de mantener la voz firme. Él bufó y se dejó caer en el sillón.
—¿Otra vez con tus dramas?— respondió sin mirarme.
—Quiero que te vayas— solté de golpe. Sentí que el corazón se me salía del pecho.
Él se rió. —¿Y a dónde quieres que me vaya? Esta es mi casa.
—No más— respondí. —Ya no puedo seguir así.
No sé cómo logré empacar sus cosas mientras él gritaba y me insultaba. Mis manos temblaban tanto que casi tiro su camisa favorita al suelo. Cuando terminé, abrí la puerta y le señalé el umbral. Él salió dando un portazo tan fuerte que las ventanas vibraron.
Pensé que sentiría alivio, pero lo único que sentí fue un vacío inmenso. Me senté en la cama y lloré como no lo hacía desde niña. Al día siguiente, Lucía llegó furiosa. —¡¿Cómo pudiste hacerle esto a mi papá?!— gritó. Daniel no dijo nada; solo me miró con tristeza y salió sin despedirse.
En el barrio corrieron los chismes como pólvora. «Mariana echó al marido», decían las vecinas mientras barrían la banqueta. Mi madre me llamó para decirme que era una vergüenza para la familia. «¿Qué van a decir en la iglesia?», preguntó horrorizada.
Yo solo quería respirar. Por primera vez en mi vida dormí sola en mi cama y sentí miedo… pero también una extraña paz. Empecé a notar detalles de la casa que nunca había visto: una grieta en la pared del comedor, el sonido del viento entre los árboles del patio, el olor del café recién hecho por las mañanas.
Pero la soledad pesaba. Lucía dejó de visitarme; Daniel apenas respondía mis mensajes. Mis amigas se alejaron poco a poco, como si el divorcio fuera una enfermedad contagiosa. En el mercado, las señoras murmuraban a mis espaldas: «Por eso los hijos salen mal… porque las madres no saben aguantar».
Una tarde encontré a Ernesto esperándome afuera de la casa. Tenía los ojos rojos y olía a alcohol.
—¿Ya te sientes feliz?— me dijo con voz ronca.— ¿Ya lograste lo que querías?
No supe qué responderle. Solo sentí ganas de gritarle todo lo que había callado durante años: las noches de miedo, las palabras hirientes, las veces que soñé con huir y no pude por miedo al qué dirán.
—No sé si soy feliz— le dije al fin.— Pero al menos ahora soy yo quien decide sobre mi vida.
Él se fue sin decir nada más. Esa noche dormí abrazando una almohada y llorando en silencio.
Poco a poco empecé a reconstruirme. Me inscribí en un taller de costura en la casa de cultura del pueblo; conocí mujeres como yo, cansadas de fingir fortaleza mientras se desmoronaban por dentro. Compartimos historias entre agujas e hilos; reímos y lloramos juntas.
Un día Lucía vino a buscarme. Traía los ojos hinchados y la voz temblorosa.
—Mamá… perdón por todo lo que te dije— murmuró.— Es que yo tampoco sé cómo vivir sin papá en casa.
La abracé fuerte y lloramos juntas por todo lo perdido y lo que aún podíamos construir.
Daniel tardó más en perdonarme. Un domingo llegó con su esposa y sus hijos; trajo pan dulce y café.
—¿Cómo estás, mamá?— preguntó tímido.
—Mejor— respondí.— Aprendiendo a vivir otra vez.
No todo fue fácil ni bonito después del divorcio. Sigo siendo tema de chismes en el pueblo; mi madre aún no me habla y Ernesto me odia más cada día. Pero ahora me miro al espejo y reconozco a la mujer que soy: valiente, cansada, pero libre.
A veces me pregunto si valió la pena perderlo todo por un poco de paz interior. ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos primero sin sentir culpa?