Heridas de sangre: la distancia entre mi hermana y yo

—¿Así que ahora te avergüenzas de nosotros? —le grité a Lucía, con la voz quebrada y las manos temblando de rabia y tristeza. Estábamos en la cocina de mamá, esa cocina de adobe y tejas viejas en el corazón de Jalisco, donde crecimos entre tortillas calientes y el olor a café de olla. Lucía, impecable en su vestido de lino blanco y tacones que nunca habían pisado lodo, me miró como si yo fuera una extraña.

—No es eso, Mariana. Solo… las cosas son diferentes en la ciudad. No entiendes cómo funciona allá —me respondió, bajando la mirada hacia su celular, como si el aparato pudiera salvarla de la incomodidad de estar en casa.

Yo sí entendía. Entendía que hacía años que Lucía se había ido a Guadalajara, buscando una vida mejor. Entendía que allá encontró un trabajo en una empresa grande, un novio con apellido extranjero y un círculo de amigos que hablaban de viajes a Europa como si fueran al mercado. Pero lo que no entendía era cómo podía olvidarse tan fácil de quienes la vieron llorar cuando papá murió, de quienes vendieron la vaca para pagarle la universidad.

Recuerdo el día que Lucía se fue. Mamá lloró toda la noche. Papá no dijo nada, pero al día siguiente salió a trabajar al campo antes del amanecer, más encorvado que nunca. Yo me quedé, como siempre, ayudando a mamá con los hermanos menores y después casándome con Juan Carlos, el vecino de toda la vida. Nunca me arrepentí. Amo mi vida sencilla: mis hijos corriendo entre los surcos de maíz, los domingos en la iglesia, las fiestas patronales.

Pero cuando Lucía volvió después de cinco años sin visitarnos, todo cambió. Llegó con regalos caros y palabras enredadas en inglés. Mamá se emocionó tanto que cocinó mole desde temprano. Pero Lucía apenas probó un poco y dijo que le caía pesado. Mis hijos le preguntaron por qué hablaba tan raro y ella solo sonrió con nerviosismo.

La tensión explotó esa noche. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa cuando mamá le preguntó si pensaba quedarse más tiempo.

—No puedo, mamá. Tengo una reunión importante el lunes —dijo Lucía.

—¿Y tu familia no es importante? —pregunté yo, sin poder contenerme.

Lucía me miró con esos ojos grandes que siempre tuvo, pero ahora llenos de distancia.

—Claro que sí, Mariana. Pero mi vida está allá ahora.

Sentí como si me arrancaran algo del pecho. ¿Cómo podía decir eso? ¿Acaso no éramos suficientes?

Esa noche discutimos fuerte. Le reproché que nunca mandaba dinero para mamá, que solo llamaba en Navidad y que parecía avergonzarse de nuestras raíces humildes. Ella me acusó de ser egoísta, de no entender lo difícil que era sobrevivir en la ciudad y de juzgarla sin saber lo que había sacrificado.

—¿Sacrificado? ¡Nosotros sacrificamos todo por ti! —le grité—. ¿O ya se te olvidó quién te pagó los estudios?

Lucía lloró. Mamá también. Juan Carlos intentó calmarme, pero yo estaba fuera de mí.

Al día siguiente Lucía se fue temprano, sin despedirse bien. Desde entonces casi no hablamos. Mamá envejeció de golpe; sus manos tiemblan más cuando habla de Lucía. Mis hijos apenas recuerdan a su tía.

A veces me despierto en la madrugada pensando si fui demasiado dura. Pero luego recuerdo todas las veces que esperé su llamada y no llegó, todas las veces que mamá preguntó por ella con los ojos llenos de esperanza.

La vida aquí sigue igual: trabajo en el campo, cuido a mis hijos, ayudo a mamá. Pero hay un vacío que no se llena con nada. En el pueblo todos preguntan por Lucía como si fuera una celebridad lejana. Algunos dicen que tuvo razón en irse; otros murmuran que se olvidó de dónde vino.

Un día recibí una carta suya. Decía que estaba cansada, que la ciudad era dura y solitaria, que a veces extrañaba el olor a tierra mojada después de la lluvia y las noches estrelladas del rancho. Decía que no sabía cómo volver sin sentir vergüenza por todo lo que había cambiado.

Lloré al leerla. Quise llamarla, pero no pude. El orgullo es una piedra pesada en el corazón.

Mamá enfermó hace poco. Lucía no vino al hospital; mandó dinero para las medicinas y flores caras que nadie supo dónde poner. Yo dormí junto a mamá todas las noches hasta que se recuperó un poco.

A veces pienso en Lucía sola en su departamento frío, rodeada de cosas bonitas pero sin nadie con quien compartirlas. Me pregunto si alguna vez podremos perdonarnos, si podremos volver a ser hermanas y no solo dos mujeres separadas por kilómetros y resentimientos.

La familia es lo más sagrado aquí en México —o eso nos enseñaron— pero ¿qué pasa cuando el dolor es más fuerte que el amor? ¿Cuántas familias como la mía están rotas por los sueños y las distancias?

¿Ustedes creen que aún hay esperanza para nosotras? ¿Vale la pena buscar el perdón cuando las heridas parecen imposibles de sanar?