Entre Sombras y Paredes: El Regreso que Rompió Mi Familia
—¿Por qué volviste, Mariana? —La voz de mi hermana, Lucía, retumbó en el pasillo apenas crucé la puerta con mi maleta desgastada. No era una pregunta, era una acusación. El eco de sus palabras me golpeó más fuerte que el frío de la noche bogotana que había dejado atrás.
Me quedé parada, temblando, con los nudillos blancos de tanto apretar la manija. No tenía a dónde más ir. Mamá murió hace dos años y papá se fue con otra familia cuando éramos niñas. Lucía era mi único refugio, o eso creí.
—No tenía opción —susurré, sintiendo que la garganta se me cerraba—. Perdí el trabajo, me echaron del apartamento…
—¡Eso no es mi culpa! —me interrumpió. Detrás de ella, Julián, su esposo, me miraba con una mezcla de fastidio y lástima. Él nunca me quiso aquí. Siempre decía que yo era un problema ambulante.
Esa noche dormí en el sofá, abrazando mi mochila como si fuera un salvavidas. Escuché susurros tras la puerta del cuarto principal. Palabras como «intromisión», «responsabilidad» y «divorcio» flotaban en el aire como cuchillos invisibles.
Al día siguiente, Lucía me evitó todo lo posible. Julián desayunó en silencio, hojeando el periódico como si yo no existiera. El apartamento, antes lleno de risas y música vallenata los domingos, ahora era un campo minado.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Lucía llorar en el baño. Me acerqué y toqué la puerta.
—¿Estás bien?
—¡No! —gritó—. ¡Nada está bien desde que volviste! Julián dice que no puede más, que siempre te metes en nuestros asuntos…
—No quiero causar problemas…
—¡Pues ya los causaste! —sollozó—. Si él se va, será tu culpa.
Sentí un nudo en el estómago. ¿De verdad era yo la culpable? ¿O solo era la gota que rebosó el vaso? Recordé cuando éramos niñas y Lucía me defendía de los gritos de papá. Ahora parecía odiarme.
Esa noche Julián llegó tarde y borracho. Golpeó la mesa con el puño y gritó:
—¡No aguanto más! ¡O ella se va o yo me largo!
Lucía lo miró con ojos rojos e hinchados.
—No puedo dejarla en la calle…
—¡Siempre es lo mismo! ¡Tu familia primero, yo después!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en salir a buscar trabajo de lo que fuera: mesera, niñera, lo que apareciera. Pero no tenía a quién dejarle mi currículum ni dinero para el bus.
Los días pasaron entre silencios y miradas cortantes. Una mañana encontré a Julián empacando una maleta.
—¿Te vas? —pregunté con voz temblorosa.
—Sí —respondió sin mirarme—. Ya hablé con un abogado. Voy a pedir el divorcio.
Sentí que el mundo se me venía encima. Corrí al cuarto de Lucía y la encontré sentada en la cama, abrazando una almohada.
—Lo siento… —musité—. Si quieres que me vaya, lo haré.
Ella levantó la mirada, llena de rabia y dolor.
—¿Y a dónde irías? ¿A dormir en la calle? No puedo cargar con eso también…
Me senté a su lado y por primera vez en semanas nos abrazamos. Lloramos juntas, como cuando éramos niñas asustadas por las peleas de nuestros padres.
—No quiero perderte —susurró—. Pero tampoco quiero perderlo a él…
—No sé qué hacer —admití—. Solo quería sentirme segura otra vez.
Esa tarde Julián se fue dando un portazo. El silencio que dejó fue peor que cualquier grito.
Los días siguientes fueron un infierno de reproches y culpas. Lucía apenas me hablaba; yo salía a buscar trabajo sin éxito y volvía cada noche más derrotada. Una vez la escuché hablando por teléfono:
—No sé cómo arreglar esto… Sí, fue por mi hermana… No, no puedo echarla…
Me sentí invisible y culpable al mismo tiempo. ¿Era justo cargarme toda la responsabilidad? ¿O solo era más fácil culparme a mí que enfrentar los problemas de su matrimonio?
Una tarde lluviosa, mientras miraba por la ventana las montañas cubiertas de neblina, Lucía se sentó a mi lado.
—¿Recuerdas cuando mamá nos decía que las hermanas siempre se cuidan?
Asentí en silencio.
—A veces siento que te odio por todo esto… pero también sé que no es tu culpa estar sola —dijo con voz quebrada—. Solo… no sé cómo seguir adelante ahora.
La abracé fuerte. Por primera vez sentí que compartíamos el dolor en vez de arrojárnoslo como piedras.
Conseguí un trabajo temporal limpiando casas en el barrio vecino. No era mucho, pero al menos podía aportar algo para la comida y los servicios. Poco a poco, Lucía y yo empezamos a hablar más, a reírnos tímidamente de las cosas pequeñas: una novela mexicana absurda en la tele, el gato del vecino que siempre se colaba por la ventana.
Pero el vacío de Julián seguía ahí, como una sombra alargada entre nosotras. A veces Lucía lloraba en silencio por las noches; otras veces se encerraba horas en el baño mirando fotos viejas en su celular.
Un día recibimos una carta del abogado: la demanda de divorcio era oficial. Lucía rompió a llorar y yo sentí una mezcla amarga de alivio y tristeza.
—¿Crees que algún día puedas perdonarme? —le pregunté mientras le sostenía la mano.
Ella suspiró largo y tendido.
—No sé… Tal vez algún día pueda perdonarme a mí misma también.
Han pasado meses desde entonces. La herida sigue abierta pero ya no sangra tanto. Lucía y yo seguimos juntas, aprendiendo a convivir con nuestras cicatrices y buscando maneras de reconstruirnos desde las ruinas.
A veces me pregunto si hice bien en volver o si debí desaparecer para siempre. ¿Hasta qué punto somos responsables del dolor ajeno cuando solo buscamos sobrevivir? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?