¿Por qué debería preocuparme ahora? Conozcan a León, el hijo de oro: La historia de Ana y la enfermedad de mamá
—¿Por qué debería preocuparme ahora? —me pregunté en voz alta, mientras veía a mi hermano León sentado en la sala, con el celular pegado a la oreja, riendo como si nada pasara. Mamá estaba en la habitación, apenas respirando, y yo… yo estaba ahí, atrapada entre el deber y el resentimiento.
Desde pequeña supe cuál era mi lugar en esta casa: la hija invisible. León era el sol alrededor del cual giraba todo. “Mi León, tan inteligente, tan bueno”, decía mamá mientras yo recogía los platos o sacaba la basura. Cuando saqué el primer lugar en la secundaria, mamá apenas me miró. Pero cuando León aprobó por fin matemáticas, hubo fiesta y pastel. Yo aprendí a callar, a no esperar nada.
Ahora mamá está enferma. Un cáncer que llegó como ladrón en la noche y se instaló en su cuerpo sin pedir permiso. Los doctores dicen que necesita cuidados constantes. Papá se fue hace años, cansado de las peleas y los silencios. Y León… León vive en otro mundo. Viene a casa solo para tomarse selfies con mamá y subirlas a Facebook: “Con mi viejita hermosa, luchando juntos”. Pero cuando hay que limpiar vómito o cambiar sábanas manchadas de sangre, ahí estoy yo.
—Ana, ¿puedes traerme agua? —grita mamá desde su cuarto.
Respiro hondo. Me seco las lágrimas antes de entrar.
—Aquí tienes, mamá —le digo, intentando sonar tranquila.
Ella me mira con esos ojos cansados. Por un momento creo que va a decirme algo importante, pero solo pregunta:
—¿Y León? ¿Ya llegó?
Me muerdo los labios para no gritarle que León nunca está cuando lo necesita de verdad. Que soy yo quien le da las medicinas, quien le limpia las heridas, quien escucha sus lamentos en la madrugada. Pero no digo nada. Solo asiento y salgo del cuarto antes de que vea mi rabia.
En la cocina, escucho a León hablando por teléfono:
—Sí, sí… claro que sí la cuido. Pobrecita mi mamá…
Cuelga y me mira con esa sonrisa de siempre.
—¿Qué pasa, Ana? ¿Otra vez con cara larga?
—Nada —respondo seca.
—Mira, tengo que salir un rato. Tengo una reunión importante —dice mientras se arregla el cabello frente al espejo.
—¿Y mamá?
—Tú puedes con eso, ¿no? Siempre has sido tan responsable…
Me quedo sola otra vez. Sola con mi madre enferma y todos los recuerdos de una infancia donde nunca fui suficiente. Sola con el peso de una familia rota y una rabia que me quema por dentro.
A veces pienso en irme. Dejar todo atrás. Pero entonces escucho a mamá toser y corro a su lado. La veo tan frágil, tan pequeña en esa cama enorme. Me toma la mano con fuerza.
—Ana… no me dejes sola —susurra.
Y ahí estoy otra vez, atrapada entre el amor y el resentimiento.
Una noche, mientras le cambiaba el suero, mamá me miró fijamente.
—¿Estás enojada conmigo?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle años de silencios? ¿Cómo decirle que duele ser invisible?
—No… solo estoy cansada —mentí.
Ella suspiró y cerró los ojos. Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle: “¡Mírame! ¡Estoy aquí! ¡Yo también soy tu hija!” Pero solo apreté su mano más fuerte.
Los días pasaron igual. León venía cada tanto, traía flores o comida rápida y se sacaba fotos con mamá. Luego desaparecía otra vez. Los vecinos decían: “Qué buen hijo es León”. Nadie veía mis ojeras ni mis manos temblorosas de tanto limpiar heridas.
Una tarde llegó la tía Rosa desde Veracruz. Apenas cruzó la puerta me abrazó fuerte.
—Ay, mi niña… sé lo difícil que es esto —me susurró al oído.
Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien veía mi dolor.
Esa noche cenamos juntas en silencio. Tía Rosa me miró largo rato y luego dijo:
—No tienes que cargar sola con todo esto, Ana.
Pero sí tenía que hacerlo. Porque si no lo hacía yo, nadie más lo haría.
Un día mamá empeoró. Llamé a León desesperada:
—¡Ven ya! Mamá está muy mal.
Tardó dos horas en llegar. Cuando entró al cuarto de mamá, ella ya apenas podía hablar. León se arrodilló junto a la cama y lloró como nunca lo había visto llorar.
—No te vayas, mamita…
Yo me quedé parada al fondo del cuarto, sintiéndome una extraña en mi propia casa.
Mamá murió esa noche. En silencio, como vivió gran parte de su vida conmigo.
El funeral fue un desfile de gente diciendo lo buena madre que fue y lo buen hijo que era León. Nadie mencionó mi nombre. Nadie vio mis manos temblorosas ni mis ojos hinchados de tanto llorar en soledad.
Después del entierro, León se acercó a mí por primera vez sin esa sonrisa falsa.
—Gracias por todo lo que hiciste por mamá —dijo bajito.
No supe si abrazarlo o gritarle. Solo asentí y me alejé.
Ahora la casa está vacía. Camino por los pasillos buscando sentido a todo esto. ¿De verdad tenía que perdonar y olvidar? ¿De verdad era mi deber cargar con todo el peso solo porque soy mujer? ¿Cuántas Anas hay allá afuera viviendo en silencio bajo la sombra de un hermano dorado?
A veces me pregunto si algún día podré dejar de ser invisible para mí misma.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que su dolor no importaba solo porque alguien más brillaba más fuerte? ¿Hasta cuándo debemos callar las hijas invisibles?