La Artista Invisible: Diario de una Mujer en la Ciudad

—¿Por qué te empeñas en esos tacones, mamá? —me preguntó Valeria esta mañana, mientras yo buscaba a tientas mi bolso entre los cojines del sofá.

No respondí. ¿Qué podía decirle? Que una mujer debe verse como mujer, aunque el mundo se empeñe en volverla invisible después de los cuarenta. Salí corriendo, con el eco de sus palabras y el golpeteo de mis propios pasos resonando en el pasillo del edificio. El portero, don Ernesto, me saludó con esa mirada que mezcla lástima y costumbre. Bajé la cabeza y apreté el paso hacia la estación del metro.

Hoy, como cada día, me senté en el vagón y me miré en la ventana oscura. No estaba tan mal: el maquillaje cubría las ojeras, el cabello recogido disimulaba las canas. Pero detrás de esa imagen había una mujer cansada, una artista que alguna vez soñó con exponer en Bellas Artes y que ahora apenas logra vender un cuadro al mes en ferias de barrio.

El vagón se llenó en la siguiente estación. Una señora con bolsas del mercado se sentó a mi lado. Olía a cilantro y sudor. Cerré los ojos y recordé la última vez que pinté algo solo para mí: fue hace años, antes de que mi esposo, Julián, se fuera con una chica veinte años menor. «Necesito sentirme vivo», me dijo entonces. Yo también, Julián, pensé muchas veces después. Pero a mí nadie me pregunta si todavía quiero sentirme viva.

—¿Vas a la galería hoy? —me escribió mi hermana Lucía por WhatsApp.

«Sí», respondí sin ganas. Lucía siempre fue la práctica, la que estudió contabilidad y nunca entendió por qué yo prefería los pinceles a las hojas de Excel. «¿Y para qué te sirve tanto arte si no tienes para pagar la renta?», me repite cada vez que puede.

El metro frenó de golpe y casi caigo sobre la señora del cilantro. Me disculpé y ella sonrió con ternura. «No se preocupe, hija. Así es la vida: uno siempre anda tambaleándose». Sentí ganas de llorar.

Al salir a la calle, el sol me cegó por un instante. Caminé hacia la galería donde trabajo como asistente. No es mi galería, claro: es de don Ricardo, un hombre gordo y sudoroso que presume de conocer a todos los artistas importantes pero nunca ha comprado uno de mis cuadros.

—Llegas tarde otra vez, Mariana —me dijo apenas crucé la puerta.

—El metro se retrasó —mentí.

—Eso siempre dices. Mira, hoy viene un coleccionista importante. No vayas a hacer tus comentarios raros sobre el arte conceptual, ¿sí? Solo sonríe y sirve vino.

Asentí y fui al pequeño baño a retocar mi maquillaje. Me miré otra vez en el espejo: los labios rojos, las pestañas largas, la sonrisa ensayada. ¿Quién soy yo detrás de todo esto?

La tarde pasó entre copas de vino barato y conversaciones vacías sobre cuadros que nadie entiende pero todos fingen admirar. El coleccionista resultó ser un tipo arrogante que solo preguntó por artistas extranjeros. Cuando le mostré discretamente uno de mis cuadros —una mujer sentada en el metro, con tacones rojos— apenas lo miró.

—¿Quién pintó esto? —preguntó.

—Yo —respondí, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.

—Se nota —dijo con desdén y siguió su camino.

Me tragué las lágrimas y volví a mi puesto junto a la mesa del vino. Lucía apareció poco después, con su traje sastre y su mirada crítica.

—¿Otra vez con tus cuadros tristes? Deberías pintar algo más alegre, algo que se venda —me susurró.

—No puedo fingir lo que no siento —le respondí.

—Pues deberías intentarlo. Mira a tu hija: ya casi no quiere hablar contigo porque siempre estás deprimida.

Sentí un nudo en la garganta. Valeria tiene quince años y últimamente apenas me dirige la palabra. Se encierra en su cuarto con su celular y solo sale para pedirme dinero o reprocharme por no tener un «trabajo normal» como las mamás de sus amigas.

Esa noche llegué a casa agotada. Valeria estaba viendo videos en su celular.

—¿Cómo te fue? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.

—Como siempre —respondí.

—¿Vendiste algo?

Negué con la cabeza.

—¿Y entonces cómo vamos a pagar el internet este mes?

No supe qué decirle. Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio. Pensé en Julián, en Lucía, en don Ricardo, en el coleccionista arrogante… Todos parecen tener claro lo que esperan de mí: que deje de soñar, que acepte mi lugar como una mujer invisible más en esta ciudad inmensa.

Al día siguiente, mientras preparaba café, Valeria entró a la cocina.

—Mamá… perdón por lo de anoche —dijo bajito.

La abracé fuerte. Sentí su cuerpo delgado temblar entre mis brazos.

—No te preocupes, hija. Todo va a estar bien —mentí otra vez.

Pero ¿va a estar bien? ¿Cuántas mujeres como yo caminan por estas calles fingiendo que todo está bajo control mientras sienten que se desmoronan por dentro? ¿Cuántas artistas invisibles hay en esta ciudad?

A veces me pregunto si vale la pena seguir luchando por un sueño que parece cada vez más lejano. Pero luego recuerdo esa sensación única cuando termino un cuadro y veo mi alma reflejada en los colores… Y decido seguir adelante, aunque sea solo por mí.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que el mundo las vuelve invisibles? ¿Vale la pena seguir luchando por lo que amamos aunque nadie más lo entienda?