Mi hijo volvió a casa después de su divorcio: entre el desorden y la esperanza

—¡Santiago, por favor! ¿Otra vez dejaste los platos sucios en la pileta?— grité desde la cocina, mientras el agua caliente me quemaba las manos y el vapor empañaba mis anteojos. No era solo la vajilla: era la ropa tirada en el sillón, las zapatillas embarradas en el pasillo, el olor a cigarrillo que se colaba por debajo de la puerta de su cuarto. Era todo lo que había cambiado desde que mi hijo volvió a casa después de su divorcio.

Nunca imaginé que a mis 56 años volvería a compartir mi pequeño departamento de Almagro con Santiago, mi único hijo. Lo crié sola desde que su padre, Julián, nos dejó por otra mujer cuando Santi apenas tenía tres años. Recuerdo las noches en que él lloraba preguntando por su papá y yo le inventaba historias para que pudiera dormir. «Cuando sea grande, te voy a cuidar yo, mamá», me decía con esa voz chiquita y decidida.

Y cumplió. Santiago estudió ingeniería, consiguió un buen trabajo y se casó con Camila, una chica de familia acomodada de Belgrano. Al principio pensé que todo iba a mejorar: él me ayudaba con las cuentas del gas y la luz, aunque siempre me pedía que no le dijera nada a Camila. «No quiero que piense que te mantengo», me explicaba en voz baja, como si fuera algo vergonzoso ayudar a su madre.

Pero la vida da vueltas. Hace seis meses, Santiago llegó a casa con una valija y los ojos rojos de tanto llorar. «Se terminó, má. Camila me echó. Dice que no soy suficiente para ella, que nunca lo fui.» No supe qué decirle. Solo lo abracé fuerte y le preparé un mate.

Desde entonces, mi departamento se convirtió en un campo de batalla silencioso. Yo lucho por mantener el orden y él pelea contra sus propios fantasmas. Hay días en los que no sale de la cama hasta el mediodía. Otros en los que vuelve tarde, oliendo a cerveza y desilusión.

Una noche, mientras cenábamos milanesas recalentadas frente al televisor, me animé a preguntarle:
—¿Pensaste en buscar ayuda? Un psicólogo, tal vez…
Santiago me miró con rabia contenida.
—¿Para qué? ¿Para que me digan lo que ya sé? Que soy un fracaso, que no sirvo para nada…
—No digas eso, hijo. Todos pasamos por momentos difíciles…
—¡Vos no entendés!— gritó, tirando el tenedor sobre la mesa —¡No sabés lo que es sentirte solo aunque estés rodeado de gente!

Me quedé callada. Porque sí lo sabía. Porque durante años fui yo la que se sintió sola, criando a un hijo sin ayuda, trabajando doble turno en la panadería para pagar el alquiler y el colegio. Pero no se lo dije. No quería cargarlo con mis heridas.

Los días pasaron entre silencios incómodos y pequeñas discusiones. El departamento parecía encogerse cada vez más: los dos chocándonos en el pasillo angosto, compartiendo el único baño, escuchando los ruidos del vecino de arriba como si fueran parte de nuestra propia rutina.

Un sábado por la tarde, mientras lavaba ropa en el lavadero común del edificio, me crucé con Marta, mi vecina del 4B.
—¿Cómo está tu hijo?— preguntó con esa mezcla de curiosidad y compasión tan típica de los porteños.
—Ahí va…— respondí —Le está costando mucho adaptarse otra vez.
Marta suspiró.
—Es difícil volver atrás cuando uno pensaba que ya había salido adelante. Pero vos sos fuerte, Rosa. Siempre lo fuiste.

Esa noche me quedé pensando en sus palabras. ¿Era fuerte? ¿O simplemente estaba sobreviviendo?

A la semana siguiente, Santiago empezó a salir más seguido. Volvía tarde y yo fingía dormir para no interrogarlo. Una madrugada lo escuché llorar en el baño. Me acerqué despacio y golpeé la puerta.
—¿Querés hablar?
Silencio.
—Santi…
La puerta se abrió apenas y vi sus ojos hinchados.
—No puedo más, má. Siento que todo lo que hago sale mal. Que nunca voy a ser feliz.
Lo abracé como cuando era chico y le prometí que todo iba a mejorar. Aunque no estaba segura de creerlo yo misma.

Un domingo al mediodía, mientras preparaba empanadas para los dos, Santiago me contó que había conocido a alguien en el trabajo.
—Se llama Lucía. Es nueva en la oficina. Es distinta… Me escucha, ¿sabés? No me juzga.
Vi un brillo nuevo en sus ojos y sentí una mezcla de alivio y miedo. Alivio porque tal vez estaba saliendo del pozo; miedo porque no quería verlo lastimado otra vez.

Pero los problemas no tardaron en aparecer. Lucía era madre soltera y vivía en Laferrere con su hija de seis años. Santiago empezó a pasar más tiempo con ellas y menos en casa. Yo sentí celos, aunque me avergüenza admitirlo. Después de tantos años siendo solo nosotros dos, ahora tenía que compartirlo con otra familia.

Una noche discutimos fuerte.
—Siempre vas a ser mi prioridad, má —me dijo Santiago— Pero necesito rehacer mi vida.
—¿Y yo qué? ¿Quién piensa en mí? —le respondí sin poder evitar las lágrimas.
Él se quedó callado y salió dando un portazo.

Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Me sentí egoísta y sola. Al día siguiente encontré una nota sobre la mesa:
«Perdón por todo, má. Te quiero mucho.»

Pasaron varios días sin noticias suyas. Yo iba al trabajo como un autómata y volvía al departamento vacío, donde cada rincón me recordaba a Santiago: sus libros desparramados, su taza favorita, el perfume barato que usaba desde adolescente.

Finalmente volvió una tarde lluviosa.
—Perdón —me dijo apenas entró— No quiero pelear más con vos.
Nos abrazamos largo rato sin decir nada más.

Hoy las cosas no son perfectas, pero estamos aprendiendo a convivir con nuestras heridas y esperanzas. Santiago sigue viendo a Lucía y yo trato de no sentirme desplazada. A veces pienso en todo lo que sacrificamos por amor: él por Camila primero, ahora por Lucía; yo por él desde siempre.

Me pregunto si algún día podré soltarlo del todo sin sentir que pierdo una parte de mí misma. ¿Es posible dejar ir a quienes más amamos sin quedarnos vacíos? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?