El otro teléfono de Julián

—¿Qué es esto? —susurré, con la voz temblorosa, mientras sostenía el teléfono viejo y polvoriento entre mis manos. El corazón me latía tan fuerte que sentí que Julián podía escucharlo desde la cocina. Había estado limpiando su despacho, como cada viernes, cuando la franela tropezó con ese montón de papeles desordenados. Al agacharme para recogerlos, vi el brillo oscuro bajo el sillón: un celular que no era el suyo, o al menos no el que yo conocía.

Me quedé ahí, de rodillas en el piso frío, mirando ese aparato como si fuera una bomba a punto de estallar. El iPhone nuevo de Julián siempre estaba en su bolsillo o sobre la mesa, nunca escondido. Este otro teléfono tenía la carcasa gastada y la pantalla rota en una esquina. Lo apagué y encendí varias veces, pero pedía un código que no conocía. Sentí un nudo en la garganta y las lágrimas amenazaron con salir, pero me obligué a respirar hondo. No podía dejarme vencer por el miedo.

—¿Wanda? ¿Todo bien? —gritó Julián desde la cocina.

—Sí, amor, solo tiré unos papeles —respondí, intentando sonar tranquila.

Guardé el teléfono en el bolsillo de mi delantal y terminé de limpiar como si nada. Pero por dentro, mi cabeza era un torbellino de preguntas. ¿Por qué tenía Julián un segundo teléfono? ¿Para qué lo usaba? ¿Acaso estaba metido en algo turbio? ¿O peor aún… en alguien más?

Esa noche apenas pude dormir. Julián se acostó a mi lado como siempre, me abrazó y me susurró al oído: “Te amo, Wanda”. Sentí su respiración en mi cuello y quise creerle, pero el peso del teléfono en mi cajón era como una piedra sobre mi pecho.

Al día siguiente, mientras él salía temprano para ir al trabajo, me senté frente al aparato y lo observé durante minutos eternos. Pensé en llamar a mi hermana Lucía, pero ella siempre había sido muy dura con Julián. “Los hombres son todos iguales”, solía decirme. No quería escuchar eso ahora; necesitaba claridad, no más dudas.

Decidí ir a ver a mi vecina y amiga, Carmen. Ella me recibió con un mate caliente y su abrazo cálido de siempre.

—¿Qué te pasa, Wanda? Tenés cara de haber visto un fantasma.

Le conté todo: el teléfono, mis sospechas, el miedo que me carcomía por dentro.

—Mirá, querida —dijo Carmen—. No saqués conclusiones antes de tiempo. Pero tampoco te quedés callada. Si algo aprendí en mis cuarenta años de casada es que los secretos matan despacito.

Volví a casa decidida a enfrentar a Julián. Esa noche, cuando llegó del trabajo, lo esperé sentada en la mesa del comedor con el teléfono sobre la mesa.

—¿Me explicás esto? —le pregunté sin rodeos.

Julián se quedó helado. Sus ojos se clavaron en el aparato y luego en mí. Por un momento pensé que iba a mentirme, pero bajó la cabeza y suspiró.

—No es lo que pensás —dijo en voz baja.

—¿Entonces qué es? —insistí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.

—Es… es de mi hermano. Me pidió que se lo guardara porque tiene problemas con su mujer —balbuceó.

Lo miré fijo. Sabía que mentía; Julián nunca había sido buen mentiroso. Además, su hermano vive en otra ciudad y apenas se hablan.

—No me mientas, Julián. Te conozco demasiado bien —le dije con lágrimas en los ojos.

Él se sentó frente a mí y se tapó la cara con las manos.

—Perdóname, Wanda… No quería que te enteraras así. Ese teléfono… es mío. Hace meses que estoy hablando con alguien del trabajo. Al principio solo era para desahogarme… pero después…

No terminó la frase. No hizo falta. Sentí que el mundo se me venía abajo. Pensé en nuestros hijos, en los años juntos, en las veces que le creí ciegamente.

—¿La amás? —pregunté casi sin voz.

Julián negó con la cabeza.

—No… No sé… Es solo que… Me sentí solo, Wanda. Vos siempre estás ocupada con los chicos, con la casa… Yo también necesitaba sentirme importante para alguien.

Sus palabras me dolieron más que cualquier traición física. ¿Acaso yo no me sentía sola también? ¿No había sacrificado todo por nuestra familia? ¿Por qué él tenía derecho a buscar afuera lo que yo también necesitaba?

Esa noche dormimos en camas separadas por primera vez en veinte años. Los chicos preguntaron qué pasaba y les mentí: “Papá está cansado”. Pero yo no podía dejar de pensar en todo lo que había descubierto.

Pasaron los días y Julián intentó acercarse varias veces. Me pidió perdón una y otra vez; juró que no volvería a hablar con esa mujer. Me mostró mensajes viejos para probarme que no había pasado nada físico entre ellos. Pero yo ya no podía confiar ciegamente como antes.

Hablé con Lucía finalmente. Ella lloró conmigo y me abrazó fuerte.

—No sos menos mujer por esto —me dijo—. No te quedés callada ni te tragues el dolor sola.

Empecé a ir a terapia. Descubrí que muchas mujeres de mi barrio habían pasado por lo mismo: infidelidades emocionales, secretos guardados bajo la alfombra, matrimonios sostenidos por costumbre o miedo al qué dirán.

Un día Julián llegó temprano del trabajo con flores y una carta escrita a mano. Se arrodilló frente a mí y lloró como nunca lo había visto llorar.

—Perdóname, Wanda. No quiero perderte ni perder nuestra familia. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para recuperar tu confianza.

Lo miré largo rato antes de responderle.

—No sé si puedo perdonarte todavía —le dije—. Pero quiero intentarlo… por nosotros y por los chicos. Pero esta vez vamos a hablar de verdad; nada más de secretos ni teléfonos escondidos.

Empezamos terapia de pareja y fue duro; tuvimos que enfrentarnos a verdades incómodas sobre nosotros mismos y sobre nuestro matrimonio. Aprendimos a escucharnos otra vez, a decirnos lo que sentíamos sin miedo ni vergüenza.

Hoy todavía estamos juntos, pero ya nada es igual. La herida sigue ahí, cicatrizando despacio. A veces lo miro y me pregunto si algún día volveré a confiar plenamente en él… o en mí misma.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así o buscarían empezar de nuevo solos? A veces siento que la vida nos pone pruebas para recordarnos quiénes somos realmente.