¿Por qué siempre soy yo la que tiene que ceder? – Mi vida como nuera en la casa de mi suegra
—¿Otra vez vas a dejar los platos así? —La voz de doña Carmen retumba en la cocina, tan fría como el piso de cerámica bajo mis pies descalzos.
Me detengo, esponja en mano, y respiro hondo. Son las seis de la mañana y ya siento el peso del día sobre mis hombros. Mi esposo, Mauricio, duerme plácidamente en nuestra habitación, ajeno a la batalla silenciosa que se libra cada día entre su madre y yo.
—Perdón, doña Carmen. Ya los lavo —respondo, tragándome el orgullo y las lágrimas que amenazan con salir.
Ella me mira con esos ojos oscuros, llenos de juicio. —En esta casa las cosas se hacen bien o no se hacen. No sé cómo te educaron allá en Tuxtla, pero aquí somos gente decente.
Me muerdo el labio para no contestar. Pienso en mi mamá, en cómo me enseñó a ser fuerte, pero también a respetar. ¿Dónde quedó esa fuerza? ¿En qué momento me convertí en la sombra de una mujer que nunca será mi madre?
Mauricio baja las escaleras, bostezando. —¿Qué pasa aquí?
—Nada, hijo. Solo le explicaba a tu esposa cómo se hacen las cosas —dice doña Carmen, con esa voz dulce que solo usa con él.
Él me mira, pero no dice nada. Solo se sirve café y se va al patio a leer el periódico. Siento que me desmorono un poco más.
La historia es vieja y conocida: la nuera que nunca es suficiente, la suegra que nunca cede el control, el esposo que prefiere no meterse. Pero vivirlo es otra cosa. Cada día es una batalla perdida antes de empezar.
Recuerdo cuando Mauricio y yo decidimos casarnos. Él insistió en que viviéramos con su mamá «mientras ahorramos para una casa propia». Eso fue hace cinco años. Cinco años de promesas rotas y sueños postergados.
Al principio pensé que podría adaptarme. Después de todo, en Chiapas la familia es lo más importante. Pero aquí en la Ciudad de México todo es distinto. La casa de doña Carmen es su reino y yo soy apenas una sirvienta con título de esposa.
—¿Ya preparaste el desayuno? —pregunta ella desde el comedor.
—Sí, doña Carmen. Ya está listo.
Sirvo los platos mientras mi hijo Emiliano corretea por la sala. Él es mi luz, mi razón para seguir adelante. Pero incluso él siente la tensión; lo veo en sus ojos cuando su abuela lo regaña por cualquier cosa.
—Ese niño necesita disciplina —dice ella—. No sé cómo lo educas.
Me trago la respuesta y sonrío para Emiliano. No quiero que vea mi dolor.
Después del desayuno, recojo los platos y lavo la cocina mientras doña Carmen ve su telenovela favorita. Mauricio se va al trabajo sin despedirse. Me quedo sola con mi hijo y una montaña de tareas.
A veces pienso en irme. Tomar a Emiliano y buscar un cuarto donde empezar de nuevo. Pero ¿a dónde iría? Mi familia está lejos y aquí no tengo a nadie más.
Por las tardes, cuando Emiliano duerme la siesta, me siento en el patio trasero y lloro en silencio. Lloro por la mujer que fui, por la que soñé ser y por la que me estoy convirtiendo.
Un día, mientras doblo la ropa en el cuarto de servicio, escucho a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana.
—Esta muchacha no sirve para nada. No sabe ni hacer un arroz decente. Si no fuera porque Mauricio la quiere tanto…
Siento un nudo en la garganta. ¿De verdad me quiere Mauricio? ¿O solo le conviene tenerme aquí para que su mamá esté contenta?
Esa noche, cuando él llega del trabajo, intento hablar con él.
—Mauricio, ¿podemos platicar?
Él suspira, cansado. —¿Otra vez lo mismo? Ya te dije que mi mamá es así. No te lo tomes personal.
—Pero me duele… Siento que nunca voy a ser suficiente para ella. Y tú nunca me defiendes.
Él me mira como si fuera una niña caprichosa. —No exageres, Mariana. Mi mamá solo quiere lo mejor para nosotros.
Me doy cuenta de que estoy sola en esta lucha.
Los días pasan y cada vez me siento más invisible. Mis sueños se apagan poco a poco: terminar la universidad, abrir una pequeña cafetería, tener una casa propia donde nadie me diga cómo criar a mi hijo o cómo lavar los platos.
Un domingo por la tarde, después de una discusión especialmente dura porque Emiliano rompió un florero, decido salir a caminar con él al parque cercano.
—Mami, ¿por qué lloras? —me pregunta mientras jugamos en los columpios.
—Porque a veces las mamás también se cansan, mi amor —le digo, abrazándolo fuerte.
En el parque veo a otras familias riendo juntas. Me pregunto si alguna de esas mujeres siente lo mismo que yo: ese cansancio profundo de tener que ceder siempre, de ser invisible ante los ojos de quienes deberían amarte y protegerte.
Esa noche escribo una carta para mi mamá:
«Mamá,
A veces siento que ya no puedo más. Que esta casa me está tragando entera y que nadie ve lo que hago o lo que sufro. Extraño tus abrazos y tus palabras sabias. ¿Cómo le hiciste tú para no perderte entre tanto sacrificio? ¿Cómo encontraste fuerzas para seguir adelante cuando todo parecía perdido?»
No tengo valor para enviarla. La guardo bajo mi almohada como un secreto vergonzoso.
Un lunes cualquiera, mientras lavo ropa en el patio, escucho a doña Carmen gritarle a Emiliano porque manchó su camisa con jugo.
—¡Eres igualito a tu madre! Todo lo ensucias —le dice con desprecio.
Algo dentro de mí se rompe. Corro hacia ellos y abrazo a mi hijo.
—¡Basta! No le hable así a mi hijo —le grito, temblando de rabia y miedo.
Doña Carmen me mira sorprendida; nunca antes le había levantado la voz.
—¿Qué te pasa? ¿Ahora resulta que tú mandas aquí?
—No mando, pero tampoco voy a permitir que trate así a Emiliano —respondo firme por primera vez en años.
Esa noche Mauricio llega tarde. Le cuento lo sucedido esperando apoyo, pero él solo dice:
—No debiste gritarle a mi mamá delante del niño.
Siento un frío recorrerme el cuerpo. Me doy cuenta de que ya no puedo seguir así.
Esa madrugada hago una maleta pequeña con ropa para Emiliano y para mí. Me siento en la cama y miro a mi hijo dormir abrazado a su peluche favorito. Pienso en todas las mujeres como yo: nueras invisibles, esposas silenciadas, madres agotadas por cargar con todo sin recibir nada a cambio.
Antes de salir dejo una nota:
«Me voy porque necesito volver a encontrarme. No sé si regresaré ni cuándo, pero merezco ser feliz y Emiliano también.»
Salgo al amanecer mientras la ciudad despierta lentamente. El aire frío me golpea el rostro pero también me llena de esperanza.
Ahora camino hacia lo desconocido pero con el corazón un poco más ligero. Tal vez este sea el primer paso para recuperar mi vida…
¿Hasta cuándo vamos a seguir cediendo las mujeres por miedo o costumbre? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites aunque duela? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?