El día que enfrenté a la amante de mi esposo: Entre el odio y la compasión
—¿Por qué no contestas el teléfono, Julián? —grité, apretando el celular con tanta fuerza que sentí cómo me temblaban los dedos. Era la tercera noche seguida que mi esposo no llegaba a casa antes de la medianoche. En el fondo, ya lo sabía. Lo sentía en el estómago, como un nudo imposible de desatar.
Mi nombre es Camila Torres. Vivo en un barrio de clase media en Medellín, donde las paredes son delgadas y los secretos, pesados. Julián y yo llevábamos quince años juntos, dos hijos y una rutina que, hasta hace poco, creía inquebrantable. Pero esa noche, mientras mis hijos dormían y yo repasaba mentalmente cada gesto extraño de Julián en los últimos meses, decidí que no podía seguir así.
Al día siguiente, después de dejar a los niños en el colegio, busqué en su chaqueta y encontré lo que temía: un recibo de una cafetería en Laureles, con una nota escrita a mano: «Gracias por la tarde. Te extraño. —Paula». El nombre me taladró la cabeza. Paula. No era una desconocida; era la profesora de danza de mi hija menor.
El corazón me latía tan fuerte que sentía que iba a desmayarme. Llamé a mi mejor amiga, Valeria.
—¿Y qué vas a hacer? —me preguntó ella, con esa mezcla de rabia y tristeza que sólo una amiga verdadera puede sentir por ti.
—Voy a ir a verla —le respondí sin titubear.
—¿Estás loca? ¿Y si te hace daño?
—No me puede hacer más daño del que ya siento —le dije, colgando antes de que pudiera convencerme de lo contrario.
Tomé un taxi y le pedí al conductor que me llevara al estudio de danza donde trabajaba Paula. El trayecto fue eterno; cada semáforo era una tortura. Cuando llegué, la vi a través del ventanal: joven, bonita, con esa sonrisa fácil que tanto admiraba mi hija.
Entré sin saludar. Paula se sobresaltó al verme.
—Camila… ¿qué haces aquí?
—Necesito hablar contigo —le dije, conteniendo las lágrimas.
Ella asintió y me llevó a una pequeña oficina al fondo del local. Cerró la puerta y se quedó de pie, nerviosa.
—Sé todo —le solté—. Sé lo tuyo con Julián.
Paula bajó la mirada. No intentó negarlo. Se sentó frente a mí y por un momento vi en sus ojos algo que no esperaba: miedo.
—No fue planeado —susurró—. Yo… yo tampoco quería esto.
Sentí rabia, sí, pero también una extraña compasión. No era la villana de una telenovela; era una mujer tan rota como yo.
—¿Lo amas? —le pregunté, casi en un suspiro.
Ella dudó antes de responder:
—No sé si es amor o sólo soledad… Él siempre habla de ti y los niños. Dice que se siente perdido…
Me quedé callada. Por primera vez entendí que la traición no era sólo mía; Julián también le había mentido a ella. Me dolía el pecho, pero sentí que debía saber más.
—¿Por qué seguiste con él sabiendo que tenía familia?
Paula se secó una lágrima:
—Porque me sentía invisible. Porque cuando él me miraba, sentía que existía…
La odié por un segundo, pero luego pensé en todas las veces que yo misma me había sentido invisible para Julián. ¿Cuándo fue la última vez que me miró así?
El silencio se volvió insoportable. Me levanté para irme, pero Paula me detuvo:
—Camila… perdóname. No sé cómo reparar esto.
La miré fijamente:
—No tienes que repararlo tú. Esto es entre Julián y yo.
Salí del estudio sintiéndome vacía pero extrañamente aliviada. No hubo gritos ni insultos; sólo dos mujeres heridas intentando entender cómo llegaron hasta ahí.
Esa noche enfrenté a Julián cuando llegó a casa.
—Fui a ver a Paula —le dije sin rodeos.
Él palideció.
—¿Por qué hiciste eso?
—Porque necesitaba escuchar la verdad de alguien —le respondí—. Ya no confío en ti.
Julián se sentó en el sofá y se cubrió el rostro con las manos.
—No sé qué decirte… Me siento perdido desde hace años. No quería lastimarte…
Me senté frente a él:
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no fuiste honesto?
Él lloró como nunca antes lo había visto llorar. Por un momento quise abrazarlo, pero algo dentro de mí se rompió definitivamente esa noche.
Pasaron semanas difíciles. Mis hijos notaron el cambio en casa; las discusiones se volvieron frecuentes y las noches largas e insomnes. Mi madre vino desde Envigado para ayudarme con los niños y me repetía una y otra vez:
—Mija, nadie se muere de amor… pero sí de orgullo mal llevado.
Un día, mientras preparaba café en la cocina, mi hija menor entró y me abrazó por la espalda:
—Mami, ¿vas a dejar a papi?
Me arrodillé para mirarla a los ojos:
—No lo sé todavía, amor… Pero pase lo que pase, siempre vamos a estar juntas.
Esa noche tomé una decisión: necesitaba pensar en mí misma por primera vez en años. Le pedí a Julián que se fuera de la casa por un tiempo. Él aceptó sin protestar; tal vez también necesitaba espacio para entenderse.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, alivio y hasta momentos de esperanza. Empecé terapia psicológica y retomé mis clases de yoga. Descubrí que podía reírme otra vez con mis amigas y disfrutar una tarde tranquila con mis hijos sin sentirme culpable por nada.
Un día recibí un mensaje inesperado de Paula:
«Camila, sólo quería decirte que renuncié al estudio y me voy a vivir con mi hermana a Cali. Espero que algún día puedas perdonarme».
No le respondí. No porque no quisiera perdonarla, sino porque entendí que ese capítulo estaba cerrado para mí.
Hoy han pasado seis meses desde aquella visita inesperada. Julián y yo seguimos separados; estamos intentando reconstruir nuestra relación desde otro lugar, más honesto y menos idealizado. Mis hijos están bien; preguntan menos por su papá y sonríen más cuando estamos juntos los tres.
A veces me pregunto si hice lo correcto enfrentando a Paula en vez de quedarme callada o simplemente irme sin buscar respuestas. Pero sé que necesitaba mirarla a los ojos para entender que nadie sale ileso del amor ni de la traición.
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Buscarían respuestas o preferirían vivir con la duda? Porque al final del día, ¿qué pesa más: la verdad o la tranquilidad?