“Es tu culpa por no tener dinero”: Una historia de Mariana en Ciudad de México
—Es tu culpa por no tener dinero. Nadie te obligó a casarte ni a tener hijos—. Las palabras de mi madre rebotaron en las paredes descascaradas de su sala, tan frías como el piso de cemento bajo mis pies. Era 15 de mayo de 2024, Día de la Familia en México, y yo estaba ahí, con los ojos hinchados y las manos temblorosas, pidiéndole ayuda para comprar la despensa de la semana.
No era la primera vez que sentía ese nudo en la garganta, pero sí la primera vez que mi madre me lo decía tan directo, tan cruel. Me quedé callada unos segundos, mirando sus manos arrugadas que sostenían una taza de café frío. Mi hija Camila jugaba en el patio con su muñeca rota, ajena al drama que se cocinaba dentro.
—Mamá, sólo te pido un poco de ayuda. Darek perdió el trabajo hace dos meses y yo apenas saco para el pasaje vendiendo dulces en el metro—. Mi voz era apenas un susurro, pero ella no se inmutó.
—Mariana, tú elegiste esa vida. Yo te advertí que ese polaco no era para ti, que aquí en la colonia hay hombres trabajadores. Pero tú, necia, te fuiste con él y ahora mira—. Su mirada era dura, implacable. Sentí que me encogía en esa silla vieja donde tantas veces me senté a escuchar sus historias de juventud.
Recordé cuando tenía veinte años y conocí a Darek en una fiesta universitaria. Él era estudiante de intercambio, lleno de sueños y promesas. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor lo puede todo. Nos casamos en una ceremonia sencilla en Coyoacán y alquilamos un cuartito en Iztapalapa. Al principio todo era risa y esperanza: él daba clases de inglés y yo trabajaba en una papelería.
Pero la vida no es una telenovela. Cuando nació Camila, los gastos se multiplicaron y los trabajos se volvieron más escasos. Darek empezó a sentirse frustrado; su acento le cerraba puertas y yo no podía dejar a la niña sola para buscar algo mejor. Mi madre nunca aceptó del todo a Darek ni a nuestra hija mestiza; siempre decía que los problemas eran consecuencia de mis malas decisiones.
—¿Por qué siempre tienes que recordarme mis errores?— pregunté con lágrimas en los ojos.
—Porque si no aprendes, vas a seguir repitiéndolos— respondió ella sin mirarme.
Sentí rabia, tristeza y una soledad infinita. Quise gritarle que nadie elige ser pobre, que nadie planea fracasar. Pero me tragué las palabras porque sabía que no serviría de nada. Me levanté despacio y fui por Camila al patio.
—Vámonos, hija— le dije mientras le acomodaba el suéter raído.
—¿No vamos a comer aquí?— preguntó con su vocecita dulce.
—No, mi amor. Hoy comemos en casa— mentí, porque en casa sólo había arroz y un poco de frijol.
Caminamos juntas por las calles polvorientas del barrio, esquivando perros callejeros y vendedores ambulantes. Camila saltaba sobre los charcos como si fueran lagos mágicos; yo sólo pensaba en cómo iba a pagar la renta este mes.
Al llegar al departamento, Darek estaba sentado frente a la ventana, mirando el cielo gris de la ciudad. Había enviado decenas de currículums ese día y sólo recibió rechazos.
—¿Te ayudó tu mamá?— preguntó sin esperanza.
Negué con la cabeza y me senté a su lado. Por un momento nos quedamos en silencio, escuchando el bullicio lejano del mercado.
—A veces siento que todo esto fue un error— susurró él.
Me dolió escucharlo, pero no podía culparlo. Yo también lo sentía a veces. ¿En qué momento se nos fue la vida entre sueños rotos y cuentas impagables?
Esa noche cenamos arroz con frijoles mientras Camila nos contaba historias inventadas sobre princesas valientes que rescataban a sus padres de dragones malvados. La miré y pensé que ella merecía más, mucho más de lo que podíamos darle.
Al día siguiente salí temprano con mi caja de dulces al metro Chabacano. El vagón olía a sudor y desesperanza; la gente evitaba mi mirada mientras ofrecía caramelos a cinco pesos. Un señor mayor me compró dos y me dio una sonrisa compasiva.
—Ánimo, hija. Todos pasamos por momentos duros— me dijo.
Sus palabras me dieron un poco de fuerza para seguir ese día. Pero al volver a casa encontré a Darek discutiendo por teléfono con su madre en Polonia; ella le exigía que regresara, que aquí sólo sufría.
—¿Y si me voy? ¿Y si regreso allá y te mando dinero?— me preguntó esa noche mientras Camila dormía.
Sentí miedo. Miedo a quedarme sola, miedo a perderlo todo. Pero también entendí su desesperación; aquí parecía que nadie nos quería ayudar.
Pasaron los días y la situación empeoró. Un día recibí una llamada del casero: si no pagábamos la renta antes del viernes, nos echaría a la calle. Fui otra vez con mi madre, esta vez dispuesta a rogarle.
—Mamá, por favor… sólo necesito mil pesos para no quedarnos en la calle— le dije llorando.
Ella suspiró y me miró con algo parecido a la tristeza.
—Yo tampoco tengo mucho, Mariana. Pero te puedo dar quinientos… Y sólo porque Camila no tiene la culpa de tus decisiones— dijo finalmente.
Tomé el dinero con gratitud amarga. ¿Por qué el amor entre madre e hija puede doler tanto?
Esa noche hablé con Darek sobre regresar a Polonia; él lloró como nunca lo había visto antes. Decidimos aguantar un mes más; yo buscaría trabajo limpiando casas y él seguiría buscando empleo aunque fuera de repartidor.
La vida siguió igual de dura, pero algo cambió dentro de mí: dejé de esperar milagros y empecé a buscar soluciones pequeñas cada día. Aprendí a pedir ayuda sin vergüenza y a aceptar que mi madre nunca sería como las mamás de las novelas mexicanas.
Hoy escribo esto mientras Camila duerme abrazada a su muñeca remendada y Darek prepara café para vender en la esquina mañana temprano. No sé si algún día saldremos adelante o si siempre viviremos al borde del abismo.
Pero sí sé algo: nadie debería juzgar los caminos ajenos sin conocer las batallas que se libran cada día en silencio.
¿De verdad es culpa mía estar así? ¿O somos víctimas de un sistema que nunca nos dio oportunidades? ¿Ustedes qué piensan?