Doce Años Después: Cuando El Pasado Toca a Tu Puerta
—¿Por qué vuelves ahora, Julián? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando el picaporte de la puerta como si fuera lo único que me mantenía en pie.
Él bajó la mirada, incapaz de sostenerme los ojos. Llevaba la misma chaqueta de cuero que usaba cuando se fue, aunque ahora le quedaba grande y gastada. El silencio entre nosotros era tan denso que podía sentirlo en el pecho, como una piedra.
Nunca imaginé que después de doce años volvería a ver a Julián parado frente a mi casa en Villavicencio, bajo la lluvia de una tarde cualquiera. Doce años desde que me dejó sola con nuestro hijo Samuel, que entonces apenas tenía tres años y ahora es un adolescente que apenas me habla. Doce años desde que tuve que aprender a sobrevivir con el corazón roto y la dignidad hecha trizas.
Recuerdo perfectamente esa noche. Julián llegó tarde, con el olor a perfume barato impregnado en la ropa y la mirada esquiva. Me dijo que se iba con otra mujer, que necesitaba «buscar su felicidad». Yo lloré hasta quedarme sin lágrimas, mientras Samuel dormía ajeno al desastre que se avecinaba. Mi mamá me abrazó fuerte y me dijo: «Mija, los hombres van y vienen, pero uno siempre sale adelante». No le creí en ese momento, pero tenía razón.
Los primeros años fueron un infierno. Trabajaba en una panadería desde las cinco de la mañana hasta el mediodía y limpiaba casas por las tardes. Samuel preguntaba por su papá cada Navidad, cada cumpleaños. Yo le inventaba historias: que estaba trabajando lejos, que pronto llamaría. Pero Julián nunca llamó. Nunca mandó dinero. Nunca preguntó por su hijo.
Con el tiempo, aprendí a no esperarlo. Me hice fuerte. Me volví madre y padre para Samuel. Me gradué de técnica en sistemas estudiando por las noches y logré conseguir un trabajo mejor en una oficina pequeña del centro. Mi vida era sencilla pero tranquila. Había aprendido a vivir con las cicatrices.
Hasta hoy.
—Necesito hablar contigo —dijo Julián finalmente, rompiendo el silencio.
—¿Hablar de qué? ¿De cómo nos abandonaste? ¿De cómo tu hijo creció sin ti? —le respondí, sintiendo la rabia hervir bajo mi piel.
—Sé que no tengo derecho a pedirte nada —dijo él, con la voz quebrada—. Pero estoy enfermo, Lucía. Tengo cáncer. No me queda mucho tiempo.
Sentí que el mundo se detenía. Por un momento quise gritarle que se fuera, que no merecía ni una lágrima más de mi parte. Pero también recordé al Julián que conocí cuando éramos jóvenes, el que me hacía reír en las fiestas del pueblo, el que prometió cuidarme siempre.
—¿Y qué esperas? ¿Que te cuide? ¿Que Samuel te perdone así como así? —le dije, cruzando los brazos.
—No… Solo quiero verlo. Quiero pedirle perdón antes de irme —susurró.
Me quedé callada. Pensé en Samuel, en lo mucho que le costó crecer sin padre, en las veces que lo vi llorar en silencio porque sentía que no era suficiente para que su papá se quedara. ¿Tenía derecho Julián a pedirle algo ahora?
Esa noche no pude dormir. Llamé a mi hermana Mariana y le conté todo.
—¿Y tú qué sientes? —me preguntó ella—. Porque aquí lo importante eres tú y Samuel.
No supe qué responderle. Sentía rabia, tristeza y hasta un poco de lástima por Julián. Pero sobre todo sentía miedo: miedo de abrir viejas heridas, miedo de que Samuel sufriera otra vez.
Al día siguiente, hablé con Samuel después de la cena.
—Hijo, tu papá está aquí en Villavicencio… Quiere verte —le dije con cuidado.
Samuel me miró con esos ojos oscuros tan parecidos a los de Julián. No dijo nada durante un largo rato.
—¿Y tú qué piensas? —me preguntó finalmente.
—Creo que es tu decisión —le respondí—. Nadie puede obligarte a perdonarlo si no quieres.
Samuel asintió y se fue a su cuarto sin decir más. Lo escuché llorar esa noche, igual que cuando era niño.
Pasaron dos días antes de que Samuel aceptara ver a Julián. Se encontraron en el parque del barrio, bajo la sombra de los guayacanes florecidos. Yo los vi desde lejos: Julián llorando, Samuel serio pero escuchándolo. No sé qué se dijeron; solo sé que después Samuel volvió a casa y me abrazó fuerte.
—No sé si puedo perdonarlo —me dijo—, pero necesitaba escucharlo.
Julián murió tres meses después. No dejó herencia ni grandes palabras; solo una carta para Samuel pidiéndole perdón y agradeciéndole por escucharlo al final.
Ahora miro hacia atrás y me doy cuenta de lo lejos que he llegado. Aprendí a vivir sin Julián y también aprendí a dejar ir el rencor. La vida no siempre es justa ni fácil, pero uno encuentra la fuerza donde menos lo espera.
A veces me pregunto: ¿Qué habrían hecho ustedes en mi lugar? ¿Es posible perdonar realmente a quien te rompió el corazón? ¿Vale la pena abrirle la puerta al pasado cuando ya has aprendido a vivir sin él?