Sin cuna, sin pañales: El día que volver a casa me rompió el corazón
—¿Dónde está la cuna? —pregunté apenas crucé la puerta, con mi hija dormida en brazos y el olor a hospital todavía pegado a mi piel. Mi mamá, sentada en la mesa de la cocina, ni siquiera levantó la vista del celular. Andrés, mi esposo, estaba en el sofá, con la televisión a todo volumen y una cerveza en la mano. Nadie se movió. Nadie sonrió. Nadie me abrazó.
Había soñado tantas veces con este momento. Imaginaba globos, flores, pañales apilados, una cuna blanca junto a nuestra cama y a Andrés esperándome con los ojos brillosos de emoción. Pero la realidad era otra: el piso estaba sucio, los platos sin lavar y el único sonido era el llanto de mi hija que despertó al sentir el ambiente tenso.
—¿No trajiste tú la cuna? —me respondió Andrés, sin apartar la vista del partido. Sentí cómo algo se rompía dentro de mí. ¿No era él quien debía haber preparado todo? ¿No era este nuestro primer día como familia?
Mi mamá suspiró fuerte y murmuró: —Te dije que no te apresuraras a tener hijos, Lucía. Mira ahora…
Me quedé parada en medio de la sala, con mi hija en brazos, sintiendo que el mundo se me venía encima. La casa olía a humedad y a comida vieja. No había ni un solo pañal limpio. El bolso del hospital pesaba más que nunca y mis piernas temblaban del cansancio y el miedo.
—¿Alguien puede ayudarme? —pregunté, casi suplicando.
Andrés se levantó de mala gana y fue hasta el cuarto. Cuando abrí la puerta, vi que la cuna seguía desarmada en una esquina, cubierta de polvo. Había cajas por todas partes y ropa sucia en el suelo. Mi hija lloraba cada vez más fuerte.
—¿Por qué no armaste la cuna? —le reclamé, con lágrimas en los ojos.
—He estado ocupado —contestó él, encogiéndose de hombros—. Además, pensé que tu mamá te iba a ayudar.
Mi mamá apareció detrás de mí y dijo: —Yo ya crié a mis hijos. Ahora te toca a ti.
Sentí una rabia inmensa mezclada con tristeza. ¿Eso era todo lo que podía esperar? ¿Soledad? ¿Indiferencia? Me senté en el borde de la cama y abracé a mi hija con fuerza. Ella era lo único real, lo único puro en medio de ese caos.
Esa noche no dormí. Cada vez que mi hija lloraba, yo lloraba con ella. Andrés se fue a dormir al sofá después de decir que necesitaba descansar para ir a trabajar al día siguiente. Mi mamá cerró la puerta de su cuarto y puso música para no escuchar los llantos.
A las tres de la mañana, mientras cambiaba un pañal improvisado con una toalla vieja porque no había más pañales limpios, sentí que me ahogaba. Pensé en llamar a mi hermana Mariana, pero recordé que hace meses que no hablamos porque discutimos por una tontería familiar. Pensé en mi papá, pero él vive en otra ciudad y apenas llama para saber si sigo viva.
Al amanecer, salí al patio con mi hija envuelta en una manta. El sol apenas asomaba entre los techos de lámina y los perros ladraban en la calle. Me senté en una silla plástica rota y miré el cielo gris de Ciudad del Este. Sentí una soledad tan profunda que me dolió el pecho.
Recordé cuando era niña y soñaba con tener una familia diferente. Una familia donde todos se apoyaran, donde el amor fuera más fuerte que el cansancio o el orgullo. Pero ahora estaba aquí, sola, con una hija recién nacida y un marido ausente.
Esa mañana tomé una decisión: no iba a esperar más ayuda de nadie. Si quería que mi hija tuviera algo mejor, tenía que empezar por mí misma.
Fui al supermercado del barrio con mi hija colgada al pecho en un rebozo prestado por Doña Rosa, la vecina. Compré pañales, leche y algo para desayunar. Cuando llegué a casa, Andrés ya se había ido y mi mamá seguía dormida.
Armé la cuna yo sola mientras mi hija dormía sobre una almohada en el suelo. Me corté un dedo con una tabla y lloré de rabia y dolor, pero seguí hasta terminarla. Cuando por fin puse a mi hija en su cuna limpia, sentí un orgullo inmenso.
Esa tarde llamé a Mariana. Al principio no quería contestar, pero insistí hasta que escuché su voz cansada del otro lado.
—¿Qué pasó ahora? —me dijo seca.
—Necesito ayuda —le confesé—. No puedo sola.
Hubo un silencio largo antes de que respondiera:
—Voy para allá.
Mariana llegó dos horas después con bolsas llenas de comida y ropa para la bebé. Me abrazó fuerte y lloramos juntas en la cocina mientras mi hija dormía por fin tranquila.
Durante las semanas siguientes aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos madre por eso. Mariana venía todos los días después del trabajo; Doña Rosa me enseñó a bañar a la bebé; incluso mi mamá empezó a acercarse poco a poco, trayendo sopas calientes o lavando los platos sin decir nada.
Andrés seguía distante. Cada vez llegaba más tarde del trabajo y casi no hablaba conmigo ni con nuestra hija. Una noche le pregunté si todavía quería estar con nosotras.
—No sé si estoy hecho para esto —me dijo bajito—. No sé cómo ser papá.
Me dolió escucharlo, pero también entendí que él tenía miedo igual que yo. Le propuse ir juntos a terapia familiar en el centro comunitario del barrio. No fue fácil convencerlo, pero aceptó intentarlo por nuestra hija.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día en que volví del hospital sintiéndome más sola que nunca. No todo es perfecto: Andrés sigue aprendiendo a ser papá; mi mamá aún tiene días difíciles; Mariana y yo seguimos sanando viejas heridas familiares. Pero ahora sé que no estoy sola.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven esto en silencio? ¿Cuántas regresan del hospital esperando amor y encuentran indiferencia? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda o aceptar nuestras propias debilidades?
¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que tu hogar no era el refugio que esperabas? ¿Cómo lograste salir adelante?