Lágrimas en la boda de mi hijo: El día que aprendí a soltar
—¿Por qué ella, hijo? —le susurré a Santiago mientras ajustaba su corbata azul, la misma que le regalé cuando se graduó de la universidad en Bogotá. Mi voz temblaba, y aunque intenté sonar tranquila, la amargura se me escapó entre los dientes. Él me miró con esos ojos grandes, tan parecidos a los de su papá, y me respondió con una ternura que me desarmó:
—Mamá, porque con Emma soy yo mismo. ¿No es eso lo que siempre quisiste para mí?
No supe qué decirle. Me quedé ahí, en el cuarto pequeño del salón comunal de Suba, rodeada de flores blancas y el bullicio de los primos que corrían por los pasillos. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales y el olor a café recién hecho se mezclaba con el perfume barato de las tías. Todo era tan familiar y, sin embargo, yo sentía que estaba perdiendo algo irremplazable.
Desde que Santiago me presentó a Emma, sentí que no encajaba. No era como las muchachas de nuestra familia: no sabía bailar cumbia ni le gustaba el ajiaco; venía de una familia sencilla de Pasto y hablaba con un acento distinto al nuestro. Yo quería para mi hijo una mujer que compartiera nuestras costumbres, que supiera hacer tamales y entendiera los chistes de mi papá. Pero Emma era otra cosa: callada, reservada, con una mirada triste que nunca supe descifrar.
La primera vez que vino a casa, mi hermana Lucía me dijo en voz baja:
—¿Y esa muchacha? ¿No te parece muy seria? Además, mira cómo se viste…
Yo asentí, sintiendo cómo el juicio se me instalaba en el pecho. Desde entonces, cada encuentro fue una batalla silenciosa: yo preguntando por recetas y fiestas familiares; ella respondiendo con monosílabos y sonrisas tímidas. Santiago intentaba mediar, pero yo veía cómo se le apagaba la alegría cuando nos sentábamos todos en la mesa.
La noche antes de la boda, no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar la foto de Santiago cuando era niño, con su uniforme del colegio y las rodillas raspadas. Recordé cómo soñaba con su futuro: una esposa alegre, nietos corriendo por la casa, domingos de almuerzo en familia. Pero ahora todo era distinto. ¿En qué momento había perdido el control?
El día de la boda llegó rápido. La iglesia estaba llena de flores y murmullos. Vi a Emma entrar del brazo de su madre —una mujer pequeña, con manos ásperas y mirada orgullosa— y sentí una punzada de celos. ¿Por qué no podía sentirme feliz por mi hijo? ¿Por qué ese vacío en el estómago?
Durante la ceremonia, apenas escuché al sacerdote. Mis pensamientos iban y venían: las palabras de Lucía, las miradas de los vecinos, el miedo a perder a Santiago. Cuando llegó el momento de los votos, vi cómo él tomaba las manos de Emma y le susurraba algo al oído. Ella sonrió por primera vez en todo el día. Fue una sonrisa pequeña, pero sincera.
Después del brindis, mientras todos bailaban y reían, me senté sola en una esquina del salón. Vi a Emma acercarse a mi madre —la abuela Teresa— y ayudarla a levantarse para ir al baño. Nadie más lo notó. Nadie más vio cómo le acomodó el chal sobre los hombros ni cómo le habló despacio para que entendiera cada palabra.
Me acerqué sin pensarlo. Las encontré en el pasillo:
—Gracias por ayudar a mi mamá —le dije a Emma.
Ella me miró sorprendida.
—Su familia es mi familia ahora —respondió con voz suave—. Yo también extraño a los míos…
Por un instante, vi el dolor en sus ojos: la nostalgia por su tierra, la ausencia de su padre fallecido, el esfuerzo por encajar en una familia que no la aceptaba del todo. Sentí vergüenza. ¿Cuántas veces la había juzgado sin conocer su historia?
Volvimos juntas al salón. Santiago nos vio llegar tomadas del brazo y sonrió como nunca antes. En ese momento entendí que mi hijo había elegido bien: no por las costumbres ni por las recetas, sino por el amor sincero que había encontrado en Emma.
La fiesta continuó entre risas y música vallenata. Por primera vez en años, me permití bailar sin pensar en el qué dirán. Vi a Santiago y Emma abrazados en la pista y sentí que algo dentro de mí se soltaba: el miedo, el control, los prejuicios heredados.
Al final de la noche, cuando todos se despedían y recogían los regalos envueltos en papel brillante, me acerqué a Emma y le tomé la mano.
—Perdóname si alguna vez te hice sentir menos —le dije con lágrimas en los ojos—. Solo quería lo mejor para mi hijo… pero creo que tú eres lo mejor para él.
Ella me abrazó fuerte y lloramos juntas, rodeadas del bullicio familiar.
Hoy escribo estas palabras desde mi cocina, mientras preparo un café para dos. Emma viene cada domingo; aprendimos juntas a hacer tamales y reírnos de nuestras diferencias. Santiago está feliz y yo también lo estoy… aunque todavía extraño algunas cosas del pasado.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que nuestros miedos decidan por nosotros? ¿Cuántas historias nos perdemos por no abrir el corazón? ¿Ustedes también han sentido ese miedo a soltar? Los leo.