Cuando me casé con un hijo de mamá: La verdad detrás de nuestra infertilidad
—¿Por qué no pueden tener hijos? —me preguntó doña Rosa, su voz cortante como el filo de un cuchillo, mientras revolvía el café en la mesa de la cocina. Sentí el calor subirme a las mejillas, pero antes de que pudiera responder, Julián, mi esposo, soltó: —Es que Mariana tiene problemas.
El silencio cayó como una losa. Mi corazón latía tan fuerte que temí que todos lo escucharan. No era la primera vez que Julián me dejaba sola frente a su madre, pero nunca imaginé que llegaría a exponerme así. Yo, Mariana López, una mujer de 32 años, licenciada en educación y con sueños de formar una familia, me vi reducida a un diagnóstico falso frente a la mirada inquisitiva de mi suegra.
Mi historia comienza en un barrio popular de Medellín, donde crecí rodeada de risas, música y el bullicio de la vida cotidiana. Mis padres, humildes pero trabajadores, me enseñaron a luchar por mis sueños. Cuando conocí a Julián en la universidad, pensé que era el hombre ideal: atento, cariñoso y con una sonrisa capaz de iluminar cualquier día gris. Pero nunca imaginé que su madre sería una sombra constante en nuestra relación.
Desde el principio, doña Rosa dejó claro que nadie sería suficiente para su hijo. «Julián es mi niño, nadie lo conoce como yo», repetía cada vez que podía. Al principio lo tomé como celos normales de una madre protectora, pero con el tiempo sus palabras se volvieron cuchillos: «¿Estás segura de que sabes cocinar arepas como le gustan a Julián?», «Las camisas se planchan con almidón, no con vapor».
Al casarnos, pensé que las cosas mejorarían. Nos mudamos a un pequeño apartamento en Envigado, pero doña Rosa venía todos los domingos sin falta. Traía ollas llenas de sancocho y críticas disfrazadas de consejos. Julián nunca le ponía límites; al contrario, parecía disfrutar la atención. Yo trataba de mantener la paz, pero cada visita era una batalla silenciosa.
El tema de los hijos surgió pronto. «¿Y para cuándo los nietos?», preguntaba doña Rosa apenas terminábamos el almuerzo. Al principio nos reíamos y decíamos que todo a su tiempo. Pero después de dos años sin embarazo, las preguntas se volvieron acusaciones veladas: «¿Seguro que estás haciendo todo bien?», «En mi época las mujeres quedaban embarazadas al primer intento».
Julián empezó a cambiar. Se volvió distante, evitaba hablar del tema y pasaba más tiempo en casa de su madre que conmigo. Yo sentía la presión en cada mirada, en cada comentario. Decidí ir al médico y hacerme todos los exámenes posibles. Los resultados fueron claros: ambos estábamos bien. No había razón médica para no concebir.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono con su madre:
—Mamá, no sé qué hacer… Mariana no puede tener hijos…
Sentí que el mundo se me venía abajo. ¿Por qué mentía? ¿Por qué me culpaba a mí? Esa noche lo enfrenté:
—¿Por qué le dices eso a tu mamá? Los exámenes dicen que los dos estamos bien.
Él bajó la mirada y murmuró:
—Es más fácil así… Ella nunca va a entender si le digo que yo tampoco quiero hijos todavía.
Me quedé helada. Todo este tiempo había cargado con la culpa, con las miradas acusadoras de doña Rosa, mientras Julián prefería protegerse detrás de una mentira antes que enfrentar a su madre o hablar conmigo con honestidad.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Doña Rosa empezó a visitarme sola para «consolarme» por mi supuesta infertilidad. Me traía remedios caseros y me recomendaba brujas y curanderas del barrio. Yo sentía vergüenza y rabia al mismo tiempo. Mis amigas me decían que debía poner límites, pero ¿cómo hacerlo cuando ni siquiera mi esposo estaba de mi lado?
Un día exploté. Doña Rosa llegó sin avisar y empezó a revisar mis cosas buscando «amuletos» para la fertilidad. La enfrenté:
—¡Basta! No soy estéril y no necesito sus remedios ni sus consejos.
Ella se ofendió y llamó a Julián llorando. Él llegó furioso:
—¿Por qué le hablas así a mi mamá? ¡Ella solo quiere ayudar!
—¡Ayudar! —grité— ¡Lo único que hace es meterse en nuestra vida y tú se lo permites!
Esa noche dormí en el sofá. Sentí que mi matrimonio se desmoronaba como una casa construida sobre arena. Empecé a preguntarme si realmente quería seguir luchando por alguien que no tenía el valor de defenderme ni de ser honesto conmigo.
Pasaron los meses y la distancia entre nosotros creció. Julián seguía refugiándose en su madre y yo empecé a buscar apoyo en mis amigas y en mi familia. Un día, mi papá me dijo algo que nunca olvidaré:
—Mija, uno no puede vivir la vida para complacer a los demás. Si ese hombre no te respeta ni te defiende, ¿qué haces ahí?
Fue como si me quitaran una venda de los ojos. Decidí separarme. No fue fácil; la familia de Julián me acusó de egoísta y doña Rosa corrió la voz en el barrio de que yo era una mujer fría e incapaz de dar hijos. Pero por primera vez en mucho tiempo sentí paz.
Hoy vivo sola en un pequeño apartamento con vista al río Medellín. He vuelto a sonreír y a soñar con un futuro donde yo sea la protagonista de mi propia historia. A veces me pregunto si Julián alguna vez entenderá el daño que hizo con sus mentiras y su cobardía.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que otros decidan por nosotros? ¿Cuántas mujeres más tendrán que cargar con culpas ajenas antes de decir basta?