Cuando el amor se convierte en cuentas: Historia de una madre en Rosario

—¿Así que ahora no te alcanza para ayudarme ni un poco? —La voz de Luciana retumbó en mi pequeño comedor, como si cada palabra fuera una piedra lanzada contra mi pecho.

Me llamo Graciela, tengo 68 años y vivo en Rosario, en una casa que parece más grande desde que la soledad se instaló en cada rincón. Siempre creí que el amor de una madre era suficiente para mantener a la familia unida, pero hoy, sentada frente a la mesa vacía, me doy cuenta de que a veces el amor se convierte en cuentas, en números, en transferencias bancarias.

—Luli, sabés que me jubilé hace poco. La plata no me alcanza ni para los remedios —le respondí, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro sentía que se me partía el alma.

Ella bajó la mirada y suspiró. Tomás, mi nieto de seis años, jugaba en el sillón con su autito de plástico, ajeno a la tensión que llenaba el aire. Antes, venían todos los domingos. Yo cocinaba empanadas, preparaba su postre favorito y escuchaba las historias de Luciana sobre el trabajo, la escuela de Tomás, los problemas con su marido. Pero desde que le dije que ya no podía ayudarla con la cuota del colegio ni con la tarjeta del súper, las visitas se hicieron cada vez más esporádicas.

—No es solo por la plata, má —me dijo una vez por teléfono, pero su voz sonaba lejana, casi automática. —Es que estamos a mil, Tomi tiene fútbol los sábados y yo trabajo doble turno…

Pero yo sabía la verdad. En esta ciudad donde todo cuesta tanto, donde los precios suben más rápido que los sueños, el amor parece medirse en billetes. Y yo ya no tengo más para dar.

Recuerdo cuando Luciana era chica y yo trabajaba como enfermera en el hospital Centenario. A veces hacía guardias dobles para poder comprarle los útiles o pagarle las clases de inglés. Su papá nos dejó cuando ella tenía ocho años y desde entonces fui madre y padre. Nunca me pesó. Al contrario: cada sacrificio era una muestra de amor.

Pero ahora siento que todo eso no alcanzó. Que el amor de madre tiene fecha de vencimiento cuando se acaba la ayuda económica.

Una tarde de invierno, después de semanas sin verlos, decidí llamarla. El teléfono sonó largo rato antes de que atendiera.

—Hola má…
—Hola Luli, ¿cómo están? Hace mucho que no sé nada de ustedes…
—Sí, perdón… es que estamos complicados…

Sentí un nudo en la garganta. Quise preguntarle si Tomás me extrañaba, si todavía recordaba cómo hacíamos tortas fritas los días de lluvia. Pero no me animé. Temía escuchar una respuesta que me partiera el corazón.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar las fotos viejas: Luciana con sus trenzas desprolijas, Tomás recién nacido en mis brazos. ¿Dónde quedó esa familia? ¿En qué momento el amor se volvió una transacción?

Un domingo cualquiera decidí ir a buscarlos. Caminé hasta la casa de Luciana con una bolsa llena de facturas y una bufanda tejida para Tomás. Cuando llegué, escuché risas detrás de la puerta. Dudé en tocar timbre, pero lo hice igual.

Luciana abrió con cara de sorpresa.

—¡Má! ¿Qué hacés acá?
—Vine a verlos… traje unas cosas para el mate.

Tomás corrió a abrazarme y sentí que el corazón me latía fuerte otra vez. Pero Luciana estaba incómoda, como si mi presencia fuera un recordatorio incómodo de algo que prefería olvidar.

Nos sentamos a merendar. Hablamos poco. Ella miraba el celular todo el tiempo. Yo intenté contarle sobre mis días en casa, sobre las plantas del patio y las novelas turcas que veía para matar el tiempo. Pero sentí que hablaba sola.

Antes de irme, le dejé la bufanda a Tomás y lo abracé fuerte.

—Te quiero mucho, abuela —me susurró al oído.

Caminé de regreso bajo el cielo gris de Rosario, sintiendo que cada paso era más pesado que el anterior. ¿En qué momento mi hija dejó de necesitarme como madre y empezó a verme solo como un cajero automático?

Esa noche lloré como hacía años no lloraba. No por la plata —eso va y viene— sino por la ausencia disfrazada de excusas, por los domingos vacíos y las fotos viejas que ya nadie mira.

Pasaron semanas sin noticias. Un día recibí un mensaje: “Má, ¿podés ayudarme con algo este mes?”. Sentí bronca y tristeza al mismo tiempo. Le respondí que no podía, pero que si quería venir a tomar unos mates con Tomás los esperaba con el corazón abierto.

No vinieron.

En el barrio todos tienen historias parecidas: hijos que se alejan cuando los padres ya no pueden ayudar económicamente; abuelos que ven crecer a sus nietos solo por fotos en WhatsApp; familias partidas por necesidades y silencios.

A veces pienso en llamarla y decirle todo lo que siento: que extraño sus abrazos, sus charlas interminables; que daría cualquier cosa por volver a ser esa mamá imprescindible; que el amor no debería depender del dinero. Pero me gana el miedo al rechazo.

Hoy miro por la ventana mientras cae la tarde sobre Rosario y me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser familia? ¿Será posible volver a encontrarnos sin cuentas pendientes?

¿Acaso el amor de madre tiene precio? ¿O somos nosotros quienes lo convertimos en moneda de cambio sin darnos cuenta?