La Tía Rosa y el Umbral de Mi Paciencia
—¿Por qué tienes ese cuadro tan feo en la sala? —escupió la tía Rosa apenas cruzó el umbral de mi casa, su voz retumbando como una campana desafinada en el silencio incómodo del domingo.
Me quedé congelada, con la bandeja de empanadas en las manos, mientras mi esposo, Juan, me lanzaba una mirada suplicante desde el comedor. Era la primera vez que veía a la famosa tía Rosa, la hermana mayor de su madre, que había vivido veinte años en España y regresaba a Colombia con aires de grandeza y una lengua afilada como machete. «Ella realmente quiere conocerte. Después de todo, no pudo venir a nuestra boda porque estaba fuera del país», me había dicho Juan, convencido de que su tía sería un soplo de aire fresco en nuestra rutina. Qué equivocado estaba.
—Ese cuadro lo pintó mi papá —respondí, tragando saliva y forzando una sonrisa—. Es muy especial para mí.
Rosa soltó una carcajada seca y se dejó caer en el sofá como si fuera la dueña de la casa. —Pues tu papá no tenía mucho talento, ¿verdad? Aquí en Bogotá la gente tiene mejor gusto.
Sentí cómo se me encendían las mejillas. Mi papá había muerto hacía dos años, y ese cuadro era lo único que me quedaba de él. Juan intentó cambiar de tema, pero Rosa ya había encontrado su ritmo: criticó el mantel, el café, la música vallenata que sonaba bajito en la cocina. Cada palabra era una puñalada envuelta en terciopelo.
Durante la comida, Rosa se dedicó a comparar todo lo nuestro con lo europeo. —En Madrid esto sería impensable —decía mientras miraba con asco las arepas—. Allá sí saben vivir.
Mi suegra, doña Carmen, intentaba mediar: —Rosa, deja de molestar a los muchachos, que están recién casados.
Pero Rosa no se detenía. Me preguntó por mi familia, por mi trabajo como profesora en un colegio público. —¿Y no te da miedo estar rodeada de niños tan… problemáticos? Esos barrios son peligrosos.
Me mordí la lengua. Sabía que responder solo alimentaría su fuego. Pero cuando empezó a hablar mal de mi mamá —que si era demasiado sencilla, que si no sabía vestirse para una ocasión especial— sentí que algo dentro de mí se rompía.
Esa noche, después de que todos se fueron a dormir, Juan y yo discutimos por primera vez desde que nos casamos. —Es tu familia —le dije—. No puedo permitir que me humille en mi propia casa.
Juan me abrazó, pero estaba dividido. —Es que es así con todos… No lo hace por maldad.
—¿Y eso lo hace menos doloroso? —le respondí entre lágrimas.
Los días siguientes fueron un infierno. Rosa se quedó una semana entera en nuestra casa porque «el apartamento de su amiga todavía no estaba listo». Cada día era una prueba: criticaba mi forma de cocinar, cómo tendía la ropa, incluso cómo hablaba con Juan. Una tarde la escuché decirle a él:
—Tú merecías algo mejor, sobrino. Una mujer más ambiciosa, más elegante. No esta provinciana.
Juan no respondió nada. Cuando entré a la sala, Rosa me miró con esa sonrisa torcida y yo sentí un nudo en el estómago. Esa noche no pude dormir.
Al tercer día, mi mamá vino a visitarme. Rosa apenas la saludó y luego le preguntó si sabía leer porque «en algunos pueblos todavía hay mucho analfabetismo». Mi mamá se fue llorando y yo sentí una rabia sorda crecer dentro de mí.
Esa noche le dije a Juan:
—O ella o yo. No puedo más.
Él me miró con ojos cansados. —Déjame hablar con ella mañana…
Pero al día siguiente todo explotó. Rosa entró a la cocina mientras yo preparaba el desayuno y empezó a sacar los platos del gabinete.
—Estos platos están todos rayados —dijo—. ¿No tienes vergüenza de servirle esto a tu esposo?
Me giré despacio y sentí cómo me temblaban las manos.
—Rosa —le dije con voz firme—, esta es mi casa y aquí se respetan mis cosas y mi familia. Si no puedes hacerlo, tendrás que irte.
Ella se quedó boquiabierta unos segundos y luego soltó una risita burlona.
—¿Me estás echando? ¿A mí? ¿La tía mayor?
—Sí —respondí sin titubear—. Ya es suficiente.
Juan apareció en la puerta justo cuando Rosa empezaba a gritarme insultos: «malagradecida», «pueblerina», «nadie». Él intentó calmarla pero yo ya había tomado mi decisión.
—Juan, ayúdala a empacar —le pedí—. No quiero volver a verla aquí si no sabe respetarnos.
Rosa se fue esa misma tarde, lanzando amenazas y diciendo que toda la familia sabría lo «malcriada» que era yo. Durante semanas recibí llamadas de algunos primos y tíos indignados; otros me felicitaron por tener el valor que ellos nunca tuvieron.
Juan y yo tuvimos muchas conversaciones difíciles después de eso. Él entendió poco a poco lo necesario que era poner límites, incluso con la familia más cercana. Nuestra relación cambió: aprendimos a defendernos mutuamente y a proteger nuestro hogar.
A veces me pregunto si hice bien en echarla o si debí aguantar un poco más por el bien de la familia. Pero luego recuerdo las lágrimas de mi mamá y el dolor en mi pecho cada vez que Rosa abría la boca.
¿Hasta dónde debemos soportar la falta de respeto solo porque viene de alguien «de sangre»? ¿Cuántas veces hemos callado para evitar conflictos familiares? Yo tomé mi decisión… ¿y tú qué habrías hecho?