Nuestra casa, pero no nuestro hogar: La verdad sobre la familia, el dinero y la traición
—¿Por qué no me lo dijiste, Ernesto? —mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia contenida.
Él no me miraba. Sus ojos fijos en el suelo, las manos apretando el borde de la mesa de la cocina, esa misma mesa donde tantas veces soñamos juntos con un futuro mejor. Afuera, el sol del mediodía caía a plomo sobre el patio, pero dentro de la casa el aire era frío, denso, imposible de respirar.
—No tuve opción, Mariana —susurró al fin—. Mi mamá… tú sabes cómo es. Dijo que era lo mejor para todos.
Sentí que me arrancaban el piso bajo los pies. Nuestra casa, esa por la que habíamos trabajado años en Ciudad del Este, donde cada ladrillo tenía una historia, ahora estaba a nombre de su madre. Todo por un papel que Ernesto firmó sin consultarme, confiando en promesas vacías y en la presión de una familia que nunca me aceptó del todo.
Recuerdo cuando llegué a Paraguay desde Corrientes, llena de ilusiones y con la esperanza de formar una familia lejos de los chismes y las miradas de mi propio pueblo. Ernesto era mi refugio, mi cómplice. Pero su familia siempre fue una sombra entre nosotros. Su madre, Doña Teresa, nunca perdió oportunidad para recordarme que yo era «la extranjera», la que venía a quitarle a su hijo.
—¿Y ahora qué? —pregunté, sintiendo que las lágrimas amenazaban con traicionarme—. ¿Vamos a quedarnos aquí como inquilinos? ¿Esperando a que tu mamá decida echarnos cuando le convenga?
Ernesto no respondió. El silencio se hizo más pesado. En ese momento, escuché la voz chillona de Doña Teresa desde el portón:
—¡Ernesto! Vení un ratito, hijo. Necesito hablar contigo.
Él salió sin mirarme. Me quedé sola en la cocina, apretando los puños hasta que las uñas se me clavaron en la palma. Recordé todas las veces que renuncié a mis propios sueños para apoyar los suyos: los turnos dobles en el hospital, las noches sin dormir cuidando a los chicos mientras él trabajaba en la ferretería familiar. Todo para construir algo nuestro. ¿Y ahora?
Esa noche, Ernesto volvió tarde. Lo esperé sentada en la cama, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Mariana —dijo apenas entró—. Mi mamá quiere que nos mudemos al fondo. Dice que va a alquilar la casa para ayudar a mi hermano con sus deudas.
Sentí una punzada en el pecho. El fondo era un cuarto húmedo y oscuro donde guardábamos herramientas viejas y cosas rotas. No era un hogar.
—¿Y vos qué querés? —le pregunté, mirándolo directo a los ojos.
Se encogió de hombros.
—No quiero problemas con mi familia. Sabés cómo son las cosas acá.
Me levanté de la cama y salí al patio. El aire fresco me golpeó la cara y me hizo sentir viva por un instante. Miré las luces de las casas vecinas y pensé en todas las mujeres que conocía: amigas, vecinas, tías… Todas habían pasado por algo parecido. En Latinoamérica, la familia es sagrada, pero también puede ser una jaula.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Doña Teresa entraba y salía de la casa como si fuera suya —porque ahora lo era— y daba órdenes como si yo fuera una empleada más.
—Mariana, limpiá bien el baño antes de irte —me decía con esa voz seca—. Y no te olvides de regar las plantas del frente.
Mis hijos empezaron a notar el cambio. Sofía, mi hija mayor, me preguntó una noche:
—Mamá, ¿por qué la abuela está tan enojada? ¿Nos vamos a ir?
No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le prometí que todo iba a estar bien, aunque ni yo misma lo creía.
Una tarde, mientras barría el patio, escuché a Doña Teresa hablando por teléfono:
—Sí, ya está todo listo. La casa es mía ahora. Mariana no tiene nada que decir… Si no le gusta, que se vaya nomás.
Sentí una mezcla de rabia e impotencia tan grande que tuve que sentarme para no caerme. ¿Cómo podía ser tan cruel? ¿Cómo podía Ernesto permitirlo?
Esa noche enfrenté a mi esposo por última vez:
—Ernesto, esto no es vida. No puedo seguir así. Si no sos capaz de defendernos, voy a tener que hacerlo yo sola.
Él me miró con ojos cansados y derrotados.
—No quiero perderte —me dijo—. Pero tampoco puedo enfrentarme a mi mamá.
En ese momento supe que estaba sola. Que mi lucha ya no era solo por una casa o por un papel firmado; era por mi dignidad y por el futuro de mis hijos.
Empecé a buscar trabajo extra y a ahorrar cada guaraní que podía. Hablé con una amiga del hospital y me ofreció quedarme en su casa unos días si lo necesitaba. Una noche empaqué lo esencial: ropa para los chicos, algunos libros y fotos familiares. Dejé una nota para Ernesto:
«No puedo seguir viviendo donde no soy bienvenida. Cuando estés listo para elegirnos a nosotros, sabrás dónde encontrarme.»
Salí con mis hijos bajo la lluvia fina del amanecer. Caminamos despacio hasta la parada del colectivo mientras Sofía me apretaba la mano fuerte.
Hoy escribo esto desde un pequeño departamento alquilado en el centro. No tengo mucho, pero tengo paz. Mis hijos sonríen otra vez y yo vuelvo a sentirme dueña de mi vida.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más tendrán que elegir entre su dignidad y la familia política? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos arrebaten lo nuestro en nombre del «bien común»?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale más la sangre o la justicia?