¿Puedo comer tus sobras?
—¿Puedo comer tus sobras?—
La voz era tan suave que por un momento pensé que la había imaginado. Afuera, la lluvia golpeaba con furia los ventanales del restaurante «El Mirador», donde yo cenaba sola, rodeada de manteles blancos y copas relucientes. Era una noche cualquiera en Polanco, pero esa pregunta, lanzada por una niña empapada y descalza, partió mi mundo en dos.
Me llamo Mariana Salazar. Tengo 34 años y soy dueña de una cadena de boutiques de moda en Ciudad de México. Esa noche, como tantas otras, había escapado del bullicio de mi familia y mis socios para refugiarme en el lujo y la soledad. Mi plato favorito, pechuga de pato con salsa de tamarindo, apenas había sido tocado. El celular vibraba sin cesar con mensajes de mi madre: “¿Cuándo vienes a vernos? Tu papá está peor”. Cerré los ojos, intentando ignorar el peso de la culpa familiar.
Pero la niña seguía ahí, temblando bajo el toldo, con los ojos enormes fijos en mi comida. Tenía el cabello pegado a la frente y las manos sucias apretadas contra el estómago. El mesero intentó ahuyentarla:
—Niña, aquí no puedes estar. Lárgate o llamo a la policía.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé a mi hermano menor, Emiliano, cuando era niño y se escapaba para buscarme entre los puestos del mercado en Iztapalapa, antes de que yo me fuera a estudiar a Monterrey y luego a París. Antes de que el dinero y el éxito me separaran de todo lo que amaba.
—Déjala—le dije al mesero, con una voz que no reconocí como mía.
Me levanté y caminé hacia la puerta. La niña retrocedió, lista para huir. Saqué mi plato y lo puse frente a ella.
—Toma. Es tuyo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se sentó en la banqueta y empezó a comer con las manos, sin mirarme. Sentí una vergüenza tan profunda que tuve que sentarme a su lado para no caerme.
—¿Cómo te llamas?—le pregunté.
—Luz—susurró entre bocado y bocado.
El silencio entre nosotras era denso. Yo pensaba en mi padre, enfermo en casa, en mi madre que nunca me perdonó haberme ido, en Emiliano que no me habla desde hace años. Pensaba en todas las veces que pasé junto a niños como Luz fingiendo no verlos.
—¿Dónde están tus papás?—insistí.
—Mi mamá se fue al norte. Mi abuela murió hace dos semanas. Ahora duermo en el parque con otros niños.
No supe qué decir. El dolor en su voz era tan familiar… Me vi reflejada en ella: una niña perdida buscando calor en un mundo indiferente.
De pronto, sentí una mano en mi hombro. Era el gerente del restaurante.
—Señora Salazar, ¿todo está bien? Sus amigos preguntan por usted.
Miré hacia adentro y vi a mis socios riendo, ajenos al drama afuera. Pensé en regresar, fingir que nada había pasado. Pero algo dentro de mí se rompió esa noche.
—¿Tienes frío?—le pregunté a Luz.
Asintió. Me quité el abrigo de lana y se lo puse encima. Ella sonrió por primera vez.
—¿Quieres venir conmigo? Tengo un lugar donde puedes dormir caliente esta noche.
Dudó. La calle enseña a desconfiar. Pero finalmente asintió y caminamos juntas bajo la lluvia hasta mi camioneta.
Esa noche no dormí. Mientras Luz roncaba abrazada a una almohada en el cuarto de huéspedes, yo lloré por primera vez en años. Lloré por mi familia rota, por mi padre moribundo, por Emiliano perdido entre adicciones y resentimientos, por mi madre endurecida por la pobreza y el abandono. Lloré por todos los niños como Luz que yo había ignorado mientras construía mi imperio sobre los escombros de mi pasado.
A la mañana siguiente, preparé chocolate caliente y pan dulce. Luz comió despacio, mirándome con desconfianza y esperanza mezcladas.
—¿Me vas a dejar aquí?—preguntó de pronto.
—No—le respondí—. Pero necesito ayuda para cuidarte. ¿Te gustaría conocer a mi mamá?
Luz asintió con miedo. Llamé a mi madre después de años sin hablarle. Su voz era áspera:
—¿Ahora sí te acuerdas de nosotros?
—Mamá… necesito tu ayuda. Hay una niña aquí…
El silencio fue largo y pesado.
—Tráela—dijo al fin—. Pero no vengas sola.
Esa tarde conduje hasta Iztapalapa con Luz dormida en el asiento trasero. El barrio seguía igual: calles llenas de baches, puestos de garnachas, niños jugando fútbol descalzos entre los coches viejos. Mi madre nos recibió con los brazos cruzados y los ojos húmedos.
—¿Y ahora sí te acuerdas de dónde vienes?—me reprochó mientras abrazaba a Luz con ternura.
Mi padre estaba postrado en cama, apenas consciente. Cuando vio a Luz, sonrió débilmente:
—Eres igualita a Mariana cuando era niña…
Esa noche cenamos juntas: mi madre, Luz y yo alrededor de una mesa pequeña llena de recuerdos y silencios incómodos. Mi madre acariciaba el cabello de Luz como si fuera suya.
Después de acostar a Luz, mi madre me enfrentó:
—¿Por qué ahora? ¿Por qué esta niña te importa más que tu propia familia?
No supe responderle. Solo lloré otra vez.
Pasaron semanas así: Luz se quedó con nosotros mientras buscábamos a su madre o algún familiar. Yo empecé a visitar más seguido a mis padres; Emiliano apareció un día borracho y furioso:
—¿Ahora eres la salvadora del mundo? ¿Dónde estabas cuando yo te necesitaba?
No tenía respuestas para él tampoco. Solo podía abrazarlo y pedirle perdón por haber huido cuando más me necesitaban.
Un día recibimos noticias: la madre de Luz había sido localizada en Monterrey gracias a una organización civil. Vino por ella una tarde lluviosa como aquella primera noche. El abrazo entre madre e hija fue tan desgarrador que todos lloramos juntos.
Cuando Luz se fue, la casa quedó más vacía pero también más llena: algo se había sanado entre mi madre y yo; Emiliano empezó terapia; yo decidí abrir un comedor comunitario cerca del barrio donde crecí.
A veces me pregunto si realmente ayudé a Luz o si ella vino a salvarme a mí de mi propia soledad y culpa.
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces hemos ignorado el dolor ajeno por miedo o comodidad? ¿Qué harían ustedes si una niña les pidiera sus sobras?