Mañana lo confieso todo: La verdad de una nuera mexicana

—¿Por qué llegas tan tarde, Mariana? —La voz de doña Carmen retumba en la cocina, mientras yo apenas dejo la bolsa del mandado sobre la mesa. Sus ojos me atraviesan, inquisitivos, como si cada minuto fuera una ofensa personal.

No respondo. Miro a Javier, mi esposo, esperando que diga algo, que me defienda. Pero él ni siquiera levanta la vista del celular. Siento el nudo en la garganta, ese que me acompaña desde hace años, desde que crucé la puerta de esta casa en Iztapalapa y me convertí en «la nuera».

Me llamo Mariana. Tengo 34 años y llevo siete casada con Javier. Cuando lo conocí, pensé que juntos podríamos construir una vida distinta, lejos de los gritos y las carencias de mi infancia. Pero nadie me advirtió que el verdadero reto sería sobrevivir a su familia.

Doña Carmen siempre fue el centro de todo. «Aquí las cosas se hacen como yo digo», repetía desde el primer día. Al principio pensé que era cuestión de tiempo, que con paciencia lograría ganarme su cariño. Pero no importaba cuánto me esforzara: siempre había algo mal. Si la sopa estaba muy salada, si la ropa no quedaba bien planchada, si no saludaba a los vecinos con suficiente entusiasmo.

—¿Ya viste cómo tienes a tu marido? Flaco, cansado… —me decía frente a todos en las comidas familiares—. Antes de casarse contigo, Javier era otro.

Yo apretaba los dientes y sonreía. No quería problemas. Mi mamá siempre decía: «Calladita te ves más bonita». Así que callé. Aguanté los comentarios, las miradas, las comparaciones con su hija Lupita, que según ella era el ejemplo de mujer mexicana: sumisa, trabajadora y siempre dispuesta a servir.

Pero lo peor era la indiferencia de Javier. Al principio me defendía, aunque fuera con una palabra suave. Pero con el tiempo se fue cansando. «No le hagas caso a mi mamá, así es ella», decía mientras se encerraba en el cuarto a ver fútbol o a jugar en el celular. Yo me quedaba sola en la cocina, lavando platos y tragándome las lágrimas.

Una noche, después de una pelea por un simple arroz quemado, doña Carmen me gritó:

—¡Tú nunca vas a ser parte de esta familia! ¡Nunca!

Javier ni siquiera salió del cuarto. Me sentí invisible, como si mi presencia no importara. Esa noche dormí en el sillón, abrazando una almohada para no llorar tan fuerte.

Los días se volvieron rutina: trabajo en la tienda de abarrotes por la mañana, comida para todos al mediodía, limpieza por la tarde y silencio por las noches. A veces pensaba en irme, en buscar un cuarto para mí sola, pero ¿a dónde iba a ir? Mi familia vive lejos y apenas tienen para sobrevivir.

Un día llegó mi hermana menor, Paola, a visitarme. Me encontró llorando en el patio trasero.

—¿Por qué sigues aquí? —me preguntó—. No tienes que aguantar esto.

—Es mi esposo… —balbuceé—. Y si me voy, ¿qué va a decir la gente? ¿Que fracasé?

Paola me abrazó fuerte. «No eres menos por querer ser feliz», susurró.

Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, pensando en todas las veces que me callé para evitar un conflicto, en todos los sueños que dejé atrás por mantener una paz falsa. Recordé cuando quería estudiar enfermería y doña Carmen me dijo: «¿Para qué? Mejor aprende a hacer tortillas bien».

El tiempo pasó y mi corazón se fue endureciendo. Aprendí a fingir sonrisas, a decir «sí» aunque quisiera gritar «no». Pero cada vez que veía a Paola o escuchaba la risa de mis sobrinos jugando en la calle, sentía un vacío enorme.

Hace dos semanas todo cambió. Encontré un mensaje en el celular de Javier: «Te extraño mucho», decía una tal Karina. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Lo enfrenté esa noche.

—¿Quién es Karina?

Javier ni siquiera intentó negarlo.

—No es lo que piensas… —dijo sin mirarme—. Tú también tienes la culpa, Mariana. Siempre estás triste o cansada.

Me quedé muda. Por primera vez sentí rabia en vez de tristeza. Salí al patio y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

Desde entonces algo cambió dentro de mí. Empecé a hablar más con Paola, a buscar trabajo fuera de la tienda familiar. Una amiga me ofreció un puesto como recepcionista en una clínica pequeña del centro. Acepté sin pensarlo mucho.

Hoy fue un día especialmente duro. Doña Carmen me gritó porque olvidé comprar cilantro para la comida y Javier ni siquiera vino a comer. Me sentí sola como nunca antes.

Pero esta noche decidí que ya no puedo seguir así. Mañana lo voy a decir todo: frente a Javier y su mamá. Les voy a contar cómo me siento realmente, lo que he sacrificado por ellos y lo poco que he recibido a cambio.

No sé qué va a pasar después. Tal vez me echen de la casa o tal vez Javier reaccione y luche por nosotros. Pero ya no tengo miedo.

Mientras escribo esto escucho los gritos de un partido de fútbol en la sala y el murmullo de doña Carmen hablando por teléfono con Lupita. Yo respiro hondo y me preparo para lo que viene.

¿Hasta cuándo vamos a seguir callando por miedo al qué dirán? ¿Cuántas mujeres más tienen que perderse para sostener una familia rota? Mañana lo confieso todo… ¿y tú? ¿Te atreverías a romper el silencio?