El precio de un sueño tardío: la historia de Bogdan
—¿De verdad vas a dejarlo todo, Bogdan? —La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos no. Había algo en su mirada que me hacía sentir pequeño, como si yo fuera un niño atrapado en una travesura imperdonable.
No respondí. No podía. El eco de mis propias palabras me retumbaba en la cabeza: «No soy feliz, Lucía. No sé si alguna vez lo fui». Tenía 56 años, dos hijos adultos —Valeria y Tomás— y una esposa con la que compartí veintisiete años de vida. Pero esa noche, mientras el ventilador giraba lento en el techo y la ciudad de Medellín zumbaba allá afuera, sentí que todo lo que había construido era una jaula invisible.
Lucía se sentó en la orilla de la cama, con las manos apretadas sobre las rodillas. —¿Es por ella? —preguntó, y su voz era apenas un susurro.
No podía mentirle. —Sí —admití, bajando la cabeza—. Es por Mariana.
Mariana tenía treinta y dos años, la sonrisa más luminosa del bufete y una risa que me hacía sentir vivo. Había llegado hace seis meses como pasante, y yo, el jefe serio y siempre malhumorado, me descubrí buscándola con la mirada, esperando sus bromas, sintiendo cómo mi corazón —ese músculo cansado— latía con fuerza después de décadas de rutina.
No fue un romance clandestino ni un arrebato de pasión. Fue una ilusión, una esperanza absurda de que aún podía empezar de nuevo. Mariana me escuchaba hablar de mis sueños frustrados, de mi infancia en Manizales, del café amargo que tomaba para no dormirme en las reuniones. Me miraba como nadie lo hacía desde hacía años.
Esa noche, después de confesarle todo a Lucía, empaqué una maleta pequeña y salí del apartamento. El portero me miró con lástima; seguro ya sabía lo que pasaba. En el taxi, mientras la ciudad se deslizaba tras la ventana, sentí una mezcla de miedo y euforia. ¿Qué estaba haciendo? ¿Era esto libertad o locura?
Me instalé en un apartaestudio cerca del trabajo. Llamé a Mariana esa misma noche. —Ya está hecho —le dije—. Dejé a Lucía.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. —Bogdan… yo no te pedí eso —respondió ella, con voz baja—. Yo… no sé si estoy lista para algo así.
Me reí nervioso. —Pero… tú dijiste que te gustaría estar conmigo.
—Sí, pero no así. No tan rápido. No dejando todo atrás —dijo Mariana—. Yo tengo mi vida, mis planes…
Sentí cómo el mundo se me venía encima. Había apostado todo por una promesa que ni siquiera era real.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Mariana empezó a evitarme en la oficina; ya no buscaba mi mirada ni reía con mis chistes. Mis hijos dejaron de contestar mis llamadas. Valeria me escribió un mensaje frío: «Papá, no entiendo cómo pudiste hacernos esto».
En el supermercado, la gente me reconocía y murmuraba a mis espaldas. Medellín es grande, pero los chismes vuelan rápido entre los conocidos del barrio Laureles. Mi hermana Marta me llamó desde Cali: —¿Qué te pasó, hermano? ¿Te volviste loco?
No tenía respuestas. Solo podía mirar el techo cada noche y preguntarme en qué momento mi vida se había vuelto tan ajena.
Un día, Mariana pidió hablar conmigo después del trabajo. Nos sentamos en un café pequeño cerca del Parque Lleras.
—Bogdan —empezó ella, sin rodeos—. No puedo estar contigo. No así. No quiero ser la causa de tu dolor ni del dolor de tu familia.
—Pero yo te amo —dije, sintiéndome ridículo al pronunciar esas palabras a mi edad.
Ella suspiró. —Quizás solo te enamoraste de una idea… de lo que creías que podías recuperar conmigo: juventud, emoción… Pero yo no soy tu salvación.
Me quedé callado mientras ella se levantaba y se iba sin mirar atrás.
Las semanas siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y arrepentimientos tardíos. Intenté volver a casa una noche; Lucía abrió la puerta solo lo suficiente para verme los ojos.
—No hay nada aquí para ti ahora —dijo con voz firme—. Aprende a vivir con tus decisiones.
Tomás me llamó una vez, solo para decirme: —No quiero verte por un tiempo, papá.
Me sentí más solo que nunca. El apartaestudio se volvió una celda fría donde el eco de mi propia voz era mi único consuelo.
Empecé a ir a terapia porque sentía que me ahogaba en culpa y remordimiento. El psicólogo, un hombre paciente llamado Julián, me preguntó:
—¿Por qué crees que hiciste lo que hiciste?
No supe responderle al principio. Pero con el tiempo entendí que no era solo Mariana; era el miedo a envejecer sin haber sentido algo verdadero, el terror a morir siendo invisible incluso para mí mismo.
Recordé las tardes con Lucía viendo novelas en silencio, los domingos en familia donde nadie hablaba realmente de lo importante. Recordé cómo mi padre había hecho lo mismo: abandonar todo por una mujer más joven y terminar solo en un apartamento triste en Pereira.
¿Estaba condenado a repetir su historia?
Un día recibí una carta de Valeria:
«Papá,
No sé si algún día podré perdonarte por lo que hiciste, pero quiero entenderte. Mamá está mejor sin ti; encontró paz después de tanto dolor silencioso. Tomás aún está muy herido, pero yo creo que todos merecemos una segunda oportunidad para ser felices… aunque a veces esa oportunidad no sea juntos como antes.
Cuídate mucho.
Valeria»
Lloré como no lloraba desde niño. Me di cuenta de que había perdido mucho más que una esposa o una amante: había perdido el respeto de mis hijos y la dignidad ante mí mismo.
Hoy sigo solo en ese apartaestudio, viendo cómo Medellín se ilumina cada noche desde mi ventana pequeña. A veces salgo a caminar por el Pueblito Paisa y veo parejas mayores tomados de la mano; siento una punzada amarga en el pecho.
He aprendido que los sueños tardíos pueden costar demasiado caro cuando no se enfrentan las verdades incómodas a tiempo. Que el amor no es solo pasión o novedad; es también lealtad silenciosa y compañía en la rutina.
A veces me pregunto: ¿Cuántos hombres como yo hay allá afuera, creyendo que pueden empezar de nuevo sin mirar atrás? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por una ilusión?
¿Ustedes qué harían si sintieran que su vida se les escapa entre los dedos? ¿Buscarían un nuevo comienzo o lucharían por rescatar lo que ya tienen?