Entre la Sangre y el Amor: Cuando la Familia se Convierte en Jaula

—¿Otra vez arroz con huevo, Mariana? —La voz de Doña Rosa retumba en la cocina, mientras revuelvo la olla con manos temblorosas. El vapor me empaña los lentes y me arde la garganta, pero no sé si es por el humo o por las ganas de llorar.

—Es lo que hay, Doña Rosa —respondo bajito, tragándome la rabia. Julián no ha llegado del trabajo y ya siento el peso de su ausencia como un ladrillo en el pecho. Desde que nos casamos, hace cinco años, no hemos tenido un solo día a solas. Todo gira alrededor de su mamá: sus achaques, sus manías, sus historias repetidas hasta el cansancio.

Recuerdo cuando le propuse a Julián buscar un apartamentico para los dos. Fue después de una pelea por el control remoto, una noche en que Doña Rosa decidió ver su novela justo cuando yo quería ver el noticiero. Julián me miró como si le hubiera pedido que se cortara un brazo.

—¿Y dejar sola a mi mamá? ¿Estás loca, Mariana? Ella me necesita. Además, ¿para qué quieres irte si aquí tenemos todo?

Pero yo no tengo nada. Ni privacidad, ni espacio propio, ni siquiera la libertad de llorar en paz. A veces me encierro en el baño y dejo que el agua tape mis sollozos. Me siento invisible, como si mi vida fuera una extensión de la de ellos.

Hoy fue peor. Doña Rosa entró a nuestra habitación sin tocar y encontró mis papeles del trabajo regados sobre la cama.

—¿Y esto qué es? ¿No ves que aquí no hay espacio para tus cosas? —me gritó, mientras recogía mis carpetas y las tiraba sobre el escritorio improvisado en la sala.

Cuando Julián llegó, le conté lo que pasó. Esperaba que me defendiera, que al menos me diera una palabra de consuelo. Pero solo suspiró y me abrazó sin convicción.

—Mi mamá está vieja, Mariana. Hay que tenerle paciencia.

—¿Y yo? ¿Quién me tiene paciencia a mí?

No respondió. Se quedó mirando el techo, como si buscara respuestas entre las manchas de humedad.

Esa noche soñé que corría por una calle empedrada, con una maleta en la mano y el corazón desbocado. Nadie me perseguía, pero sentía miedo. Miedo de irme y miedo de quedarme.

Al día siguiente, mi hermana Lucía vino a visitarme. Me encontró lavando platos con los ojos hinchados.

—Mariana, no puedes seguir así. Habla con Julián otra vez. Tienes derecho a tu vida.

—¿Y si me deja? —le susurré, sintiendo el vértigo de esa posibilidad.

Lucía me abrazó fuerte.

—Peor es dejarte tú misma.

Esa tarde esperé a Julián sentada en la sala. Doña Rosa dormía la siesta en su cuarto. Cuando él entró, le tomé la mano y lo miré a los ojos.

—Julián, necesito que hablemos en serio. No puedo más. Quiero irme de aquí contigo. Quiero una casa donde podamos ser pareja, donde pueda respirar sin sentirme vigilada todo el tiempo.

Él se soltó suavemente y se sentó en el sofá.

—Mariana… No puedo dejar sola a mi mamá. Mi papá nos abandonó cuando yo era niño. Ella lo dio todo por mí. ¿Cómo le pago ahora abandonándola?

—No se trata de abandonarla —le dije, con la voz quebrada—. Podemos buscarle una persona que la ayude, venir a visitarla todos los días si quieres… Pero yo también existo, Julián. Yo también te necesito.

Él se quedó callado mucho rato. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

—No sé si puedo —susurró al fin—. No sé si quiero.

Me levanté despacio y fui al cuarto. Me senté en la cama y lloré hasta quedarme dormida.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Julián evitaba mirarme a los ojos; Doña Rosa parecía más quisquillosa que nunca. Un día llegué del trabajo y encontré mis cosas apiladas en una esquina del cuarto.

—Aquí no hay espacio para tanto desorden —dijo ella sin mirarme.

Esa noche tomé una decisión. Llamé a Lucía y le pedí que me recibiera unos días en su casa. Empaqué lo poco que era realmente mío: ropa, libros, unas fotos de mi papá fallecido.

Cuando Julián llegó, me vio con la maleta en la mano y palideció.

—¿Te vas?

—Sí —le respondí—. No puedo seguir viviendo así, Julián. Te amo, pero también me amo a mí misma. Si algún día decides que podemos ser pareja sin terceros entre nosotros, búscame.

Él no dijo nada. Solo bajó la cabeza y apretó los puños hasta ponerse blanco.

Salí de esa casa sintiendo miedo y alivio al mismo tiempo. En la calle respiré hondo por primera vez en años. Lucía me esperaba con los brazos abiertos.

Han pasado tres meses desde entonces. Julián me llama a veces; dice que Doña Rosa está peor de salud y que no sabe qué hacer sin mí en la casa. Yo lo escucho con nostalgia y tristeza, pero también con una nueva fuerza creciendo dentro de mí.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres en Latinoamérica viven atrapadas entre el deber familiar y su propia felicidad? ¿Cuántas veces nos enseñan a sacrificarnos hasta desaparecer? ¿Vale la pena perderse por complacer a otros?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?