“Mamá, por favor, ayúdame”: Sola con tres hijos en la realidad latinoamericana
—¡Mamá, por favor, ayúdame!— grité entre lágrimas, mientras el arroz hervía y los gritos de mis hijos retumbaban en el pequeño departamento de Villa Lugano. Mi madre, sentada en el sillón con los brazos cruzados, ni siquiera me miró. —Ya te dije, Mariana, esos chicos son tu responsabilidad. Yo ya crié a los míos— respondió con esa frialdad que me partía el alma.
No sé en qué momento mi vida se convirtió en esta lucha diaria. Hace apenas dos años, mi esposo, Julián, salía cada mañana a trabajar en la fábrica y yo podía dedicarme a cuidar a nuestros hijos: Camila, de ocho años; Tomás, de cinco; y la pequeña Lucía, que apenas aprendía a caminar. Pero desde que Julián murió en ese accidente absurdo de colectivo, todo cambió. La pensión no alcanza ni para cubrir el alquiler y el sueldo de cajera en el supermercado apenas me deja respirar.
A veces siento que el mundo se me viene encima. Me levanto antes del amanecer para preparar el desayuno y dejar a los chicos en la escuela. Lucía va conmigo al trabajo porque no tengo con quién dejarla. Mi jefa, la señora Rosa, me mira con lástima pero también con fastidio cada vez que Lucía llora o corre entre las góndolas. —Mariana, esto no puede seguir así— me dijo hace unos días—. Si no conseguís quién te cuide a la nena, voy a tener que hablar con Recursos Humanos.
Salí del supermercado con un nudo en la garganta y las lágrimas a punto de explotar. Caminé hasta la casa de mi madre, la única familia que me queda en esta ciudad enorme y hostil. Toqué el timbre con Lucía dormida en mis brazos y Camila y Tomás colgados de mi falda. —Mamá, necesito que me ayudes aunque sea unas horas por semana— le supliqué. Pero ella solo suspiró y me cerró la puerta en la cara.
No entiendo cómo puede ser tan dura conmigo. Cuando era chica, ella también fue madre soltera. Mi papá se fue cuando yo tenía seis años y nunca más supimos de él. Pero mi abuela siempre estuvo ahí para ayudarla. ¿Por qué ella no puede hacer lo mismo por mí?
Las noches son las peores. Cuando los chicos finalmente se duermen y la casa queda en silencio, me siento en la mesa de la cocina y lloro bajito para que no me escuchen. Me pregunto si estoy fallando como madre, si algún día podré darles algo mejor que este departamento húmedo y oscuro donde cada día es una batalla.
Una tarde, mientras lavaba los platos con las manos agrietadas por el detergente barato, escuché a Camila discutir con Tomás:
—¡Mamá está cansada porque vos siempre hacés lío!
—¡No es cierto! ¡Vos también peleás!
Me acerqué y los abracé fuerte. —No es culpa de ninguno— les dije—. Estamos juntos en esto y vamos a salir adelante.
Pero ni yo misma me lo creía del todo. El dinero no alcanza, los precios suben cada semana y la escuela me llama porque Camila está distraída y Tomás no quiere comer en el comedor. A veces pienso en dejar todo e irme al interior, donde dicen que la vida es más tranquila. Pero aquí están mis recuerdos con Julián, aquí nacieron mis hijos.
Un día, después de una jornada agotadora, encontré una nota pegada en la puerta: “Si no paga el alquiler esta semana, tendrá que desalojar”. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Fui corriendo a casa de mi madre una vez más.
—Mamá, nos van a echar. Por favor, aunque sea préstame algo de plata— le rogué.
Ella ni siquiera abrió la reja.
—No tengo nada para darte, Mariana. Aprendé a arreglártelas sola.
Esa noche no dormí. Pensé en mis hijos durmiendo juntos en la cama grande porque ya no tenemos colchones suficientes. Pensé en Julián y en cómo me prometió que nunca nos faltaría nada. Pensé en mi madre y sentí una rabia tan grande que tuve que salir al balcón para respirar.
Al día siguiente fui al comedor comunitario del barrio. Allí conocí a Marta, otra madre sola con dos hijos. Me contó su historia: su marido está preso y ella limpia casas para sobrevivir. Nos abrazamos llorando como si fuéramos viejas amigas. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien realmente me entendía.
Empecé a dejar a Lucía con Marta algunas horas mientras yo trabajaba. A cambio, yo cuidaba a sus hijos cuando ella tenía que salir temprano a limpiar. No era fácil ni cómodo, pero al menos podía conservar mi trabajo.
Un sábado por la tarde, Camila se acercó mientras yo remendaba su uniforme escolar:
—Mamá, ¿por qué la abuela no nos quiere?
Me quedé helada. ¿Cómo explicarle a una nena de ocho años el dolor de sentirse rechazada por tu propia madre?
—La abuela está cansada, hija— mentí—. Pero nosotros nos tenemos los unos a los otros.
A veces pienso que mi madre tiene miedo de volver a sufrir lo que sufrió conmigo: ese abandono, esa soledad infinita que ahora siento yo. O quizás simplemente no sabe cómo ayudarme sin perderse a sí misma.
Hoy sigo luchando cada día por mis hijos. No sé cuánto tiempo más podré resistir este ritmo agotador ni si algún día mi madre cambiará de opinión. Pero aprendí que no estoy sola: hay otras mujeres como yo peleando por sobrevivir en esta ciudad indiferente.
¿Hasta cuándo puede resistir una madre antes de romperse? ¿Cuántas veces hay que pedir ayuda antes de rendirse? A veces me pregunto si algún día podré perdonar a mi madre… o si algún día podré perdonarme a mí misma.