Entre el amor y la distancia: La historia de Linda y su hijo
—¿Otra vez no viene, Linda? —preguntó mi hermana Rosa, mientras me veía dejar el teléfono sobre la mesa con un suspiro que me salió del alma.
—No, Rosa. Dice que tiene mucho trabajo, pero yo sé que es porque Mariana no quiere —respondí, tratando de no llorar frente a ella. Mi esposo, Ernesto, fingía leer el periódico, pero yo sabía que escuchaba cada palabra, cada silencio.
La casa estaba limpia, las cortinas recién lavadas y el guiso de pollo burbujeaba en la olla. Todo estaba listo para recibir a Daniel, nuestro único hijo. Pero otra vez, la silla quedaría vacía. Mariana, su esposa, siempre tenía una excusa: que la casa era pequeña, que no le gustaba el barrio, que nosotros solo queríamos pedirles favores o dinero. ¿En qué momento se volvió tan difícil ver a mi propio hijo?
Recuerdo cuando Daniel era niño y corría por el patio con los pies descalzos, riendo a carcajadas. Siempre decía que cuando fuera grande nunca se iría lejos de nosotros. Pero la vida en Ciudad de México es dura y los sueños pesan más que las promesas de infancia. Se fue a Monterrey por trabajo y allá conoció a Mariana.
La primera vez que la trajo a casa, sentí un frío en el estómago. Mariana apenas saludó y se quedó pegada al celular. No quiso probar mi comida y se encerró en el cuarto con Daniel. Desde entonces, cada visita fue más corta y más tensa.
—Linda, no te mortifiques —me consoló Rosa—. Los hijos crecen y hacen su vida. Pero uno nunca deja de ser madre.
—¿Y si le llamo otra vez? —pregunté, aunque sabía la respuesta.
—No lo hagas —intervino Ernesto, dejando el periódico—. Si quiere venir, vendrá. No podemos obligarlo.
Pero yo sentía que sí podía hacer algo. ¿Acaso no era mi deber luchar por mi familia?
Esa noche, mientras Ernesto dormía, le mandé un mensaje a Daniel: “Hijo, tu papá está enfermo. Nos gustaría verte”. Era mentira lo de la enfermedad, pero sentí que era la única forma de hacerlo venir.
Pasaron dos días sin respuesta. El tercer día sonó el teléfono.
—Mamá, ¿qué pasa con papá? —La voz de Daniel sonaba preocupada.
—Nada grave, hijo… Solo queríamos verte —admití con vergüenza.
—Mariana dice que siempre quieren algo. Que si no es dinero es ayuda para arreglar la casa o cuidar a los nietos…
—¿Eso piensas tú también? —le pregunté con la voz quebrada.
Hubo un silencio largo.
—No sé qué pensar, mamá. Mariana dice que si tengo tiempo libre debería pasarlo con ella y los niños. Que ustedes solo me buscan cuando necesitan algo…
Sentí un nudo en la garganta. ¿En qué momento me convertí en una carga para mi propio hijo?
—Daniel, solo queremos verte. No te pedimos nada más…
—Mamá, entiéndeme… Mariana se siente incómoda en su casa. Dice que no la tratan bien y que siempre hay indirectas…
Recordé aquella vez que Mariana llegó tarde a la comida familiar y Ernesto le hizo un comentario sobre la puntualidad. O cuando yo le pregunté si podía ayudarme a lavar los platos y ella puso mala cara. ¿Era eso suficiente para alejar a mi hijo?
—¿Y tú qué quieres, Daniel? —le pregunté casi en un susurro.
—No lo sé… Solo quiero paz —respondió antes de colgar.
Esa noche lloré en silencio. Ernesto me abrazó sin decir nada. Sentí que el amor por mi hijo era como ese guiso de pollo: se cocina lento, con paciencia y esperanza, pero si nadie lo prueba se enfría y se echa a perder.
Pasaron los meses y Daniel no volvió a llamar. Mariana subía fotos en Facebook de sus vacaciones en Cancún, de los niños en parques bonitos y restaurantes caros. Yo les daba “me gusta” con la esperanza de que notaran mi presencia digital.
Un día recibí una llamada inesperada de Mariana.
—Linda, ¿puedes cuidar a los niños este fin de semana? Tenemos un compromiso importante.
Sentí una mezcla de alegría y rabia.
—Claro que sí —respondí sin dudarlo.
Cuando llegaron los niños, Mariana ni siquiera entró a la casa. Daniel bajó del coche y me dio un abrazo rápido.
—Gracias por ayudarnos —dijo sin mirarme a los ojos.
Durante dos días llené la casa de risas infantiles. Ernesto jugó fútbol con ellos en el patio y yo les preparé hot cakes con miel. Al devolverlos, Mariana solo dijo “gracias” desde el auto.
Esa noche Ernesto me miró serio:
—¿Te das cuenta? Solo nos buscan cuando necesitan algo…
Me dolió escucharlo porque era cierto. Pero también pensé: ¿no es eso lo que hacen las familias? Buscarse cuando se necesita ayuda, aunque sea solo por un rato.
El tiempo siguió pasando. Daniel venía cada vez menos y Mariana ni siquiera llamaba para Navidad o cumpleaños. La casa se fue llenando de fotos viejas y silencios largos.
Un día recibí una carta de Daniel:
“Mamá: Perdón por la distancia. A veces siento que estoy entre dos mundos y no sé cómo complacerlos a todos. Mariana tiene miedo de no ser aceptada y yo tengo miedo de perderlos a ustedes. No sé cómo arreglar esto.”
Le respondí con otra carta:
“Hijo: Aquí siempre tendrás tu casa. No importa lo que pase con Mariana o contigo. El amor de madre nunca se acaba.”
A veces me pregunto si hice algo mal o si simplemente así es la vida moderna: hijos lejos, nueras desconfiadas y abuelos esperando una llamada que nunca llega.
¿Será que las familias están destinadas a romperse poco a poco? ¿O todavía hay esperanza de volver a sentarnos todos juntos en la mesa como antes? ¿Ustedes qué piensan?