Entre el amor y la culpa: Cuando mi esposo me pidió que sacara a mi mamá de casa
—¡No puedo más, Mariana! —gritó Javier, su voz retumbando en las paredes del pequeño departamento en el centro de Medellín—. ¡Tu mamá necesita cuidados que aquí no podemos darle! ¡Esto ya no es vida!
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Mi mamá, doña Rosa, llevaba tres meses viviendo con nosotros desde que le diagnosticaron insuficiencia renal. Yo sabía que Javier tenía razón en parte: la casa era pequeña, los gastos se habían disparado y la tensión era insoportable. Pero ¿cómo podía dejar sola a mi mamá, después de todo lo que ella había hecho por mí?
Me senté en la cama, con las manos temblorosas. Afuera llovía, y cada gota parecía marcar el ritmo de mi angustia. Mi hija Camila, de ocho años, jugaba en silencio en la sala, consciente de que algo grave pasaba. Javier se acercó y bajó la voz.
—Mira, Mariana. No es justo para nadie. Ni para ti, ni para Camila, ni para mí. Tu mamá necesita un lugar donde pueda estar tranquila, con alguien que la cuide bien. Aquí solo estamos todos al borde del colapso.
—¿Y si le pasa algo estando sola? —pregunté, sintiendo las lágrimas asomarse—. ¿Y si se siente abandonada?
Javier suspiró y se frotó la cara.
—No quiero ser el malo, pero esto ya no es sostenible. Yo también extraño tener un hogar tranquilo. No hemos dormido bien en semanas, Mariana. Y tú… tú te estás enfermando de tanto estrés.
Me quedé callada. Tenía razón: había perdido peso, me dolía la cabeza todo el tiempo y apenas podía concentrarme en el trabajo remoto que hacía para una empresa de seguros. Pero ¿cómo explicarle a mi mamá que tenía que irse? ¿Cómo mirarla a los ojos y decirle que ya no podía cuidarla?
Esa noche, mientras le preparaba la cena a mi mamá —arroz con pollo y un poco de aguapanela—, ella me miró con esos ojos cansados pero llenos de ternura.
—Hijita, ¿estás bien? Te veo preocupada —me dijo, acariciándome la mano.
No pude evitarlo y rompí en llanto.
—Mamá… Javier dice que… que tal vez sería mejor que estuvieras en un apartamento aparte. Que aquí no tienes suficiente espacio ni tranquilidad…
Ella guardó silencio unos segundos. Luego asintió despacio.
—Yo sabía que esto iba a pasar —susurró—. No quiero ser una carga para ti ni para nadie. Si tienes que buscarme otro lugar, hazlo… pero prométeme que vendrás a verme todos los días.
Sentí una puñalada en el corazón. ¿Cómo podía prometerle eso si apenas tenía tiempo entre el trabajo, Camila y la casa? ¿Cómo podía dejarla sola en un apartamento frío, lejos de todo lo que conocía?
Esa noche no dormí. Escuchaba la respiración pesada de mi mamá desde el cuarto contiguo y los suspiros de Javier al otro lado de la cama. Pensé en mi infancia: cuando mi papá nos abandonó y mi mamá trabajó limpiando casas para darme de comer; cuando me cuidó durante mis fiebres; cuando vendió su anillo de bodas para pagar mi matrícula universitaria.
¿Ahora yo iba a dejarla sola porque mi esposo no podía soportar su presencia?
Al día siguiente, hablé con mi hermana menor, Paola, que vivía en Cali.
—Mariana, yo quisiera ayudar pero tú sabes que aquí no hay espacio —me dijo por teléfono—. Además, con los niños y el trabajo…
Sentí rabia e impotencia. Siempre era yo la que tenía que cargar con todo.
Esa tarde, mientras recogía los medicamentos de mi mamá en la farmacia del barrio, me encontré con doña Teresa, una vecina.
—Ay mija, yo sé lo duro que es eso —me dijo—. Cuando mi suegra se enfermó, mi esposo casi me deja por no querer llevarla a un hogar geriátrico… Esas cosas destruyen familias.
Volví a casa más confundida que nunca. Javier me esperaba en la sala.
—¿Hablaste con tu hermana? —preguntó sin mirarme.
—Sí… pero no puede ayudar —respondí seca.
Él se levantó y me abrazó por detrás.
—No quiero pelear contigo —susurró—. Pero tampoco quiero perderte… ni perder nuestra familia por esto.
Me solté suavemente y fui al cuarto de mi mamá. Ella dormía profundamente, su respiración entrecortada llenando el silencio. Me senté junto a ella y le tomé la mano.
—Perdóname, mamá —murmuré—. No sé qué hacer…
Pasaron los días y la tensión creció. Javier empezó a dormir en el sofá. Camila preguntaba por qué su papá estaba triste y yo ya no tenía respuestas para nadie.
Finalmente, encontré un pequeño apartamento cerca del hospital San Vicente. Era oscuro y olía a humedad, pero estaba dentro de nuestro presupuesto. Lloré mientras firmaba el contrato.
El día de la mudanza fue uno de los peores de mi vida. Mi mamá no dijo nada mientras empacábamos sus cosas; solo me abrazó fuerte antes de irse.
—No te preocupes por mí, hijita —me dijo—. Yo siempre estaré contigo… aunque sea desde lejos.
Esa noche, Javier intentó acercarse a mí.
—¿Estás bien? —preguntó tímidamente.
Lo miré con resentimiento y tristeza.
—No lo sé —respondí—. Siento que perdí algo que nunca voy a recuperar.
Desde entonces visito a mi mamá todos los domingos. Cada vez está más débil y cada vez me siento más culpable. Javier y yo seguimos juntos, pero algo se rompió entre nosotros; algo que ni el tiempo ni las palabras han podido reparar.
A veces me pregunto: ¿Hice lo correcto? ¿Era justo sacrificar a mi mamá por salvar mi matrimonio? ¿O debí luchar más por ella?
¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el deber de una hija?