Cuando mi madre rompió el lazo con mi hija por culpa de una blusa

—¡Pero, Valentina, esta blusa te quedaría preciosa! —insistió mi mamá, sosteniendo la prenda como si fuera un trofeo.

Valentina, mi hija de quince años, la miró con una mezcla de fastidio y tristeza. Yo estaba en la cocina, fingiendo que lavaba los platos, pero en realidad escuchaba cada palabra. Sabía que ese momento era una bomba a punto de estallar.

—Abuela, ya te dije que no me gusta ese color —respondió Valentina, bajando la voz para no sonar grosera. Pero mi mamá no lo entendía. Nunca lo entendió.

Mi madre, Rosa, siempre fue de carácter fuerte. Creció en un pueblo de Jalisco donde las mujeres aprendían a obedecer y a agradecer cualquier regalo. Para ella, comprarle ropa a su nieta era una muestra de amor, una forma de estar presente en su vida. Pero para Valentina, era todo lo contrario: una invasión a su espacio personal, un recordatorio de que nadie la escuchaba realmente.

—Antes las muchachas no se vestían así —decía mi mamá cada vez que veía a Valentina con sus pantalones rotos o sus camisetas negras con frases en inglés—. ¿Por qué no te pones algo más bonito? Mira esta falda, es igualita a la que yo usaba cuando tenía tu edad.

Valentina rodaba los ojos y se encerraba en su cuarto. Yo intentaba mediar, pero siempre terminaba sintiéndome culpable. ¿Debería defender a mi hija o respetar a mi madre?

La tensión creció hasta que un día explotó. Fue un domingo cualquiera, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Mi mamá llegó temprano con una bolsa llena de ropa: blusas con flores, faldas plisadas, suéteres tejidos a mano. Valentina apenas la saludó y se fue directo a su habitación.

—¿Por qué esa niña es tan malagradecida? —me preguntó mi mamá mientras sacaba las prendas y las doblaba sobre el sofá—. Yo solo quiero verla bonita.

—Mamá, Valentina tiene su propio estilo —intenté explicarle—. Ya no es una niña. Déjala elegir.

—¿Y tú? ¿Vas a dejar que se vista como un muchacho? —me reprochó con esa mirada que me hacía sentir otra vez como una niña desobediente.

No supe qué responder. Me dolía verla decepcionada, pero también me dolía ver a mi hija tan incomprendida.

Esa tarde, Rosa fue hasta el cuarto de Valentina y tocó la puerta.

—Valentina, ven a ver lo que te traje —dijo con voz dulce.

—No quiero, abuela —respondió mi hija desde adentro.

—Solo pruébate una blusa, por favor.

El silencio se hizo pesado. Finalmente, Valentina salió y tomó la blusa con desgano.

—¿Ves? Te queda perfecta —dijo mi mamá mientras le acomodaba el cuello.

Valentina se miró al espejo y se quitó la blusa de inmediato.

—No me gusta —dijo firme—. No soy tú, abuela. No quiero vestirme así.

Mi mamá se quedó helada. Por primera vez vi lágrimas en sus ojos.

—Yo solo quería ayudarte —susurró antes de salir del cuarto.

Esa noche cenamos en silencio. Mi mamá se fue temprano y Valentina no salió de su habitación hasta el día siguiente. Yo me sentí la peor madre del mundo.

Los días siguientes fueron fríos. Mi mamá dejó de venir a casa y cuando llamaba solo preguntaba por mí, nunca por Valentina. Mi hija fingía que no le importaba, pero yo la escuché llorar más de una vez.

Intenté hablar con ambas por separado. A mi mamá le expliqué que los tiempos habían cambiado, que Valentina necesitaba sentirse escuchada y respetada. A Valentina le pedí paciencia, le recordé que su abuela venía de otra época y que sus gestos eran una forma torpe de decir «te quiero».

Pero el daño ya estaba hecho. La relación entre ellas nunca volvió a ser la misma.

Un día encontré a Valentina mirando una foto vieja: ella de niña, sentada en las piernas de su abuela, ambas riendo sin preocupaciones.

—¿Por qué todo tiene que cambiar? —me preguntó con voz quebrada—. Antes era fácil quererla.

No supe qué decirle. Solo la abracé y lloramos juntas.

Ahora han pasado meses desde aquel domingo fatídico. Mi mamá sigue comprando ropa, pero ya no para Valentina. A veces me deja bolsas en la puerta sin decir nada. Valentina guarda algunas prendas en el fondo del clóset; otras las dona sin que yo me entere.

A veces sueño con reunirlas otra vez, verlas reír como antes. Pero sé que hay heridas que tardan en sanar.

Me pregunto si alguna vez podré ser el puente entre ellas o si solo soy el testigo impotente de un amor que se rompió por algo tan simple como una blusa.

¿Ustedes qué harían? ¿Cómo sanarían este lazo roto entre abuela y nieta? ¿Vale la pena insistir o hay que dejar ir?