El préstamo que nunca fue para sanar: la traición de mi madre
—¿Por qué lo hiciste, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el recibo del hotel en mis manos temblorosas. El aire en la sala era denso, casi irrespirable. Mi madre, sentada en el sofá con las manos entrelazadas, evitaba mi mirada. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, ajeno a mi tragedia personal.
No era la primera vez que discutíamos, pero nunca así. Hace apenas un mes, el médico nos había dado la noticia: mamá necesitaba una operación urgente en la vesícula. Sin seguro y con apenas lo justo para sobrevivir, no dudé en acudir al banco. Pedí un préstamo enorme, uno que me ataría durante años, pero no me importó. Ella era mi madre, mi única familia desde que papá nos dejó cuando yo tenía diez años.
Recuerdo el día que salí del banco con el dinero en la cuenta. Caminé por Insurgentes con una mezcla de miedo y esperanza. «Todo va a estar bien», me repetía. Pero ahora, viendo las fotos de mi madre en Acapulco, sonriendo junto a su amiga Leticia, sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—No entiendes, hija —dijo ella finalmente, con voz baja—. Necesitaba un descanso. Toda mi vida he trabajado y nunca he tenido nada para mí.
—¿Y tu salud? ¿Y la deuda que ahora tengo encima? —mi voz era un susurro furioso.
Ella se encogió de hombros. —La vida es corta, Mariana. Si me muero mañana, al menos habré visto el mar una vez más.
Me quedé en silencio. ¿Cómo podía responder a eso? ¿Cómo podía explicarle que su decisión no solo ponía en riesgo su vida, sino también la mía? El banco no iba a perdonar el préstamo porque mi mamá quería ver el mar.
Esa noche no dormí. Escuchaba los autos pasar por la avenida y pensaba en todo lo que había sacrificado: mis estudios truncos, los trabajos dobles para pagar la renta del departamento pequeño en Iztapalapa, las veces que rechacé salir con amigos porque no podía dejarla sola. Todo por ella.
Al día siguiente, fui a trabajar como zombie. Mis compañeros de la cafetería notaron mi cara larga. «¿Todo bien, Marianita?», preguntó Don Ernesto mientras llenaba las tazas de café para los clientes de siempre.
—Mi mamá gastó el dinero de su operación en unas vacaciones —dije sin pensar. El silencio fue inmediato. Hasta los clientes dejaron de hablar por un segundo.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Lupita, la mesera más vieja del lugar.
No supe qué responder. ¿Qué se hace cuando quien más amas te traiciona así?
Esa tarde volví a casa temprano. Encontré a mamá viendo telenovelas como si nada hubiera pasado. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—Mamá, tenemos que hablar —dije firme.
Ella bajó el volumen y me miró con ojos cansados.
—¿Vas a seguir reprochándome? Ya te dije que lo necesitaba.
—¿Y yo? ¿No merezco un poco de consideración? Ahora debo ese dinero y tú sigues enferma.
Se hizo un silencio incómodo. Por primera vez vi a mi madre frágil, como una niña asustada.
—Perdóname, hija —susurró—. No pensé en las consecuencias. Solo quería sentirme viva otra vez.
Me senté a su lado y lloré. Lloramos juntas. No sé cuánto tiempo pasó hasta que logré calmarme.
Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y tensión. Mamá empezó a buscar opciones más baratas para su operación; incluso Leticia ofreció ayudar con algo de dinero. Pero nada era suficiente para cubrir el préstamo ni para borrar lo que sentía: una mezcla de culpa por enojarme y dolor por su egoísmo.
Un domingo, mientras lavábamos ropa en la azotea, mamá me miró y dijo:
—¿Crees que algún día puedas perdonarme?
No supe qué decirle. Quería perdonarla, pero cada vez que veía el estado de cuenta del banco sentía una punzada en el pecho.
La familia empezó a enterarse poco a poco. Mi tía Rosa llamó desde Puebla para decirme que debía ser más comprensiva con mamá; mi primo Javier me escribió por WhatsApp: «No te preocupes, prima, aquí estamos para lo que necesites». Pero nadie podía ayudarme realmente con la deuda ni con el dolor.
Una tarde, después del trabajo, fui al parque y me senté en una banca bajo un árbol enorme. Vi pasar a las familias: niños corriendo, parejas peleando bajito, señoras vendiendo tamales. Pensé en todas las madres e hijas del mundo y me pregunté si alguna vez sentirían lo mismo que yo: esa mezcla de amor incondicional y decepción profunda.
Esa noche decidí hablar con mamá una vez más.
—Mamá, tenemos que buscar ayuda —le dije—. No podemos seguir así. Yo no puedo sola con todo esto.
Ella asintió y por primera vez vi en sus ojos algo parecido al arrepentimiento verdadero.
Empezamos a ir juntas a terapia comunitaria en el centro cultural del barrio. No fue fácil; hubo lágrimas, gritos y silencios incómodos. Pero poco a poco fuimos reconstruyendo algo parecido a la confianza.
Hoy sigo pagando el préstamo y mamá aún espera por una operación más económica en un hospital público. No sé si algún día podré olvidar lo que pasó, pero aprendí que las heridas familiares duelen más que cualquier deuda bancaria.
A veces me pregunto: ¿Qué harían ustedes si su propia madre les fallara así? ¿Es posible volver a confiar después de una traición tan grande?