Huésped en la casa de mi hija: El silencio de los lazos rotos

—¿Mamá, puedes bajar la voz?— La voz de Lucía me atraviesa como un cuchillo. Estoy en la cocina, preparando café, y ni siquiera me había dado cuenta de que tarareaba una canción antigua. Me detengo en seco, el cucharón temblando entre mis dedos. El aroma del café se mezcla con el silencio incómodo que se instala entre nosotras, tan denso que casi puedo masticarlo.

Hace tres meses que enterramos a Ernesto, mi esposo de toda la vida. La casa quedó grande y vacía, y el eco de su ausencia me perseguía por cada rincón. Lucía me ofreció venir a vivir con ella y su familia en su departamento en la Narvarte. «Así no estarás sola, mamá», me dijo, abrazándome fuerte. Yo acepté, pensando que el calor de mi hija y mis nietos sería suficiente para curar mi corazón roto.

Pero desde el primer día sentí que algo no encajaba. La casa tenía reglas invisibles: no podía usar la lavadora después de las ocho, no podía recibir visitas sin avisar, debía preguntar antes de cocinar algo especial. «Es por organización, mamá», me explicó Lucía con una sonrisa tensa. Yo asentía, pero por dentro sentía que cada regla era una pared más entre nosotras.

—Abuela, ¿puedes ayudarme con la tarea?— pregunta Emiliano, mi nieto menor, entrando al comedor con sus cuadernos. Me ilumina el alma. Me siento a su lado y le explico las fracciones como lo hacía con Lucía cuando era niña. Por un momento, olvido todo lo demás.

Pero Lucía aparece en la puerta y frunce el ceño. —Emi, recuerda que tienes tu clase de inglés en cinco minutos. Mamá, ¿puedes dejar que él siga su rutina?—

Me levanto despacio, sintiéndome torpe y fuera de lugar. Me encierro en mi cuarto —que antes era el estudio— y miro por la ventana los tejados grises de la ciudad. Me pregunto cuándo fue que mi hija dejó de necesitarme.

Las noches son peores. Oigo las risas de Lucía y su esposo Javier desde la sala. A veces discuten en voz baja; otras veces hablan de cosas que no entiendo: inversiones, apps para organizar la casa, viajes que planean sin mí. Yo me quedo sentada en la cama, tejiendo bufandas que nadie usa.

Un domingo, me atrevo a proponerles preparar mole como lo hacía Ernesto en los cumpleaños. —Podríamos invitar a tus tíos y primos— sugiero con ilusión. Lucía suspira y mira a Javier antes de responder:

—Mamá, la verdad es que preferimos algo más sencillo. Además, la casa se llena mucho y luego hay que limpiar todo…

Siento una punzada en el pecho. No insisto más.

Empiezo a salir más seguido al parque cercano. Me siento en una banca y veo pasar a otras señoras con sus nietos, riendo y compartiendo historias. A veces me acerco a platicar con ellas; otras veces solo observo, preguntándome si alguna siente lo mismo que yo: ese vacío sordo de ser necesaria solo cuando conviene.

Una tarde encuentro a doña Carmen, una vecina del edificio. Me cuenta que también vive con su hija desde que enviudó. —Al principio es difícil— me dice— pero uno aprende a hacerse invisible para no estorbar.

Esa noche, mientras ceno sola porque Lucía y Javier salieron a cenar con amigos, me repito esas palabras: hacerse invisible para no estorbar.

Empiezo a notar pequeños detalles: mis cosas movidas del baño sin avisar, mis tazas favoritas relegadas al fondo del gabinete, mis programas de televisión cambiados por caricaturas o series que no entiendo. Un día escucho a Lucía hablando por teléfono:

—Sí, mamá está bien… pero a veces siento que tengo otra hija en vez de una madre…

Me encierro en el baño y lloro en silencio. ¿En qué momento pasé de ser el pilar de mi familia a convertirme en una carga?

Intento hablarlo con Lucía una noche mientras lava los platos.

—Hija… ¿te molesta que esté aquí?—

Ella se queda callada un momento antes de responder:

—No es eso, mamá… Solo que todo cambió mucho desde que papá murió. Yo también estoy aprendiendo a vivir así…

Quiero abrazarla pero ella se aparta suavemente. Siento que hay un muro entre nosotras hecho de palabras no dichas y heridas viejas.

Los días pasan y me vuelvo más callada. Emiliano ya no me pide ayuda con la tarea; prefiere buscar videos en internet. Mi nieta Sofía apenas me saluda antes de encerrarse en su cuarto con sus audífonos.

Un viernes por la tarde recibo una llamada inesperada: es mi hermana Rosa desde Puebla.

—María, vente unos días conmigo. Aquí hay espacio y podemos platicar como antes.—

Dudo un momento pero acepto. Preparo una maleta pequeña y le aviso a Lucía.

—¿Te vas?— pregunta sorprendida.

—Solo unos días… Quiero ver a Rosa.—

Lucía asiente pero no insiste. Me abraza rápido antes de salir corriendo al trabajo.

En el autobús rumbo a Puebla miro por la ventana y pienso en todo lo que dejé atrás: mi casa, mi esposo, mi lugar en el mundo. Ahora soy una huésped en todas partes.

Al llegar, Rosa me recibe con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos. Cenamos juntas y hablamos hasta tarde sobre nuestra infancia, nuestros padres, los hijos que crecieron demasiado rápido.

Esa noche duermo profundamente por primera vez en meses.

Ahora escribo estas líneas desde el cuarto de Rosa, preguntándome si algún día volveré a sentirme parte de algo o si este es el destino de tantas madres: amar sin esperar nada a cambio, aprender a soltar incluso cuando duele.

¿Será posible reconstruir los lazos rotos o estamos condenadas a ser huéspedes en las vidas de quienes más amamos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?