Entre Paredes y Recuerdos: La Historia de Mariana
—¿Y ahora qué vamos a hacer, Mariana? —me preguntó mi esposo, Julián, mientras miraba el techo agrietado de nuestro pequeño departamento en el centro de Puebla. El eco de su voz rebotó entre las paredes desnudas, llenas de humedad y promesas rotas.
No supe qué responderle. Apenas hacía dos meses que nos habíamos casado y ya sentía el peso del mundo sobre mis hombros. Mi hermana menor, Camila, acababa de casarse también, pero no tenía dónde vivir. Mis padres, con su pensión mínima y su casa de lámina en la periferia, no podían ayudarla. Y como si la vida quisiera ponerme a prueba, mi abuela Rosa —la matriarca de la familia, la que siempre tenía un consejo y una mirada dura— se quedó sin casa cuando el techo de su jacal se vino abajo tras la última tormenta.
Así que ahí estábamos: Julián, mi abuela y yo, compartiendo un espacio que apenas alcanzaba para dos. Camila se fue a vivir con sus suegros en Veracruz, pero yo sentía que me había quedado con la parte más difícil del trato.
—No quiero ser una carga —me dijo mi abuela una noche, mientras preparaba café de olla en la estufa vieja—. Si quieres, me voy a un asilo.
Me dolió escucharla. ¿Cómo podía pensar eso? Pero también era cierto que la convivencia era difícil. Julián no estaba acostumbrado a tener a alguien más en casa. Él creció con su abuela materna en Atlixco porque su madre siempre andaba trabajando en la Ciudad de México. Apenas la veía cuando ella iba a visitar a su propia madre. Nunca sintió que pertenecía a ningún lado.
—No es eso, abuela —le respondí, tratando de sonar firme—. Aquí tienes tu casa.
Pero las cosas no mejoraron. Julián llegaba tarde del trabajo y apenas saludaba. Mi abuela pasaba los días sentada junto a la ventana, mirando la calle y suspirando por los días en que la familia estaba unida. Yo me partía en mil tratando de mantener la paz: cocinaba, limpiaba, escuchaba las historias de mi abuela y trataba de animar a Julián para que no se sintiera desplazado.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a mi abuela hablar sola:
—Antes, cuando tu abuelo vivía, esta casa estaba llena de risas… Ahora sólo quedan los fantasmas.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era yo uno de esos fantasmas? ¿O era Julián?
Las discusiones empezaron a volverse más frecuentes. Julián me reclamaba que ya no teníamos privacidad, que extrañaba nuestras noches solos viendo películas o simplemente hablando sin miedo a ser escuchados.
—¿Por qué siempre tienes que cargar con todos? —me gritó una noche—. ¿Por qué no puede tu hermana hacerse responsable de algo?
No supe qué decirle. Camila era la consentida de mi mamá; siempre le resolvían todo. Yo era la mayor, la que debía dar el ejemplo. Pero ahora sentía que estaba pagando por todos los errores de mi familia.
Un día, mientras barría el patio, encontré a mi abuela llorando en silencio. Me acerqué y le pregunté qué le pasaba.
—No quiero que peleen por mi culpa —me dijo—. Yo ya viví mi vida, Mariana. Ustedes tienen derecho a ser felices.
Me senté junto a ella y le tomé la mano. Su piel era áspera pero cálida.
—Abuela, tú eres parte de esta familia. No eres una carga.
Pero en el fondo sabía que algo tenía que cambiar.
Esa noche hablé con Julián. Le propuse buscar un lugar más grande o incluso rentar una habitación para mi abuela cerca de nosotros.
—No quiero que pienses que te estoy eligiendo a ti o a ella —le dije—. Sólo quiero que todos estemos bien.
Julián suspiró y me abrazó fuerte.
—Yo sólo quiero sentir que tengo un hogar contigo —me confesó—. No quiero perderte.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Buscamos opciones, pero todo era caro o inseguro. Mi abuela insistía en irse a un asilo del DIF, pero yo no podía soportar la idea de dejarla sola entre extraños.
Un domingo por la tarde, Camila llamó llorando: su suegra le hacía la vida imposible y su esposo no quería buscar otro lugar para vivir. Sentí rabia e impotencia; ¿por qué siempre recaía todo sobre mí?
Esa noche soñé con mi abuelo. Me decía: “La familia es como el maíz: si falta una mazorca, toda la milpa lo siente”.
Al despertar, tomé una decisión: hablaría con mis padres y Camila para buscar una solución juntos. Ya no podía seguir cargando sola con todo.
Nos reunimos en casa de mis padres ese fin de semana. Entre lágrimas y reproches, logramos ponernos de acuerdo: Camila regresaría temporalmente con mis padres mientras buscaban algo propio; mi abuela se quedaría conmigo hasta que pudiéramos rentarle un cuartito cerca; Julián y yo intentaríamos reconstruir nuestra relación poco a poco.
No fue fácil. Hubo días en que quise salir corriendo y otros en los que agradecí tener a mi abuela cerca para escuchar sus historias y sentir su abrazo cálido cuando todo parecía derrumbarse.
Hoy, mientras escribo esto desde nuestra sala —más pequeña pero llena de fotos familiares— me pregunto si algún día podré dejar de sentirme responsable por todos. ¿Es posible encontrar un equilibrio entre el amor propio y el amor por los demás? ¿Cuántas mujeres en Latinoamérica viven atrapadas entre el deber familiar y sus propios sueños?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que tu familia es tanto tu refugio como tu carga?